Noche de tormenta en el paraíso

En la más hermosa de las tempestades la oscuridad se disipa. La presencias desde el mar. Mil gotas a la vez, cuchillitos afilados, te caen en la cara y te hacen dudar: ¿caen?, ¿los dispara como flechas el mismo mar?

Es de noche en el campamento al pie de la montaña. Las olas rompen contra rocas que tienen formas de animales, de seres prehistóricos, acaso de dioses encarnados en la piedra. Se oye todo menos la voz del hombre, porque escucha, quizás atemorizado, la amenaza del trueno, la posible hora final.

Desde el agua y las sombras de la lluvia, el miedo es alejarse de la segura orilla. Es sucumbir a la ley de Arquímedes y ahogarse. Peor aun, ahogarse sin ser oído porque la naturaleza es la que brama, sin oportunidad para la voz de auxilio.

Estuve allí pero la tormenta es ahora eléctrica y alguien ha dicho que puede matar. El agua tibia del mar me hacía querer quedarme en su cobijo, ahora la lluvia es helada y tirito. Me envuelvo en trapos mojados y espero la calma. Todos lo hacemos y a la vez callamos.

Unos en la playa arriesgan sus aparatos para capturar la luz en el desierto de la noche. Habrá entre los relámpagos alguno que se instale en el paisaje por algo más que un microsegundo y en la claridad fulminante se pueda obturar, y así, en una imagen hecha de pixeles, revelar lo que es oculto para quienes no pueden, no saben, no intentan, detenerse a ver.

Desde el mar, su orilla y el campamento, todos los humanos pretendemos la belleza. La buscamos desesperados en el verdor de las montañas y de este océano. Es querer asirla al convertir el paseo ya planeado en la aventura extraordinaria de adentrarse en el mar y en la selva. El Tayrona, hogar de los hermanos mayores, promete inocencia y así belleza. Como si el mundo naciera a pocos kilómetros, hace tan solo unas semanas, como si en este encuentro del agua y la montaña surgieran seres nuevos, que por primera vez no se abocan al placer sino a la contemplación.

Muchachos sonríen abrazados a sus amigos y tocan la guitarra. Voces que ensayan a cantar en español corean himnos juveniles de los años noventa. Sucede que la música también hermana.

La tempestad parece en pausa desde hace un par de horas. Pero aún suenan las olas estrellándose en las rocas y aún el trueno compite por un poco de atención. Para los cantantes desafinados y en éxtasis, esos ruidos secos y terribles son tambores del Tayrona que quieren acompañar la noche.

La voz humana ya no teme. Hay compañía en el haber pasado por el mismo atardecer peligroso. Hay alegría, hay un tiempo que transcurre diferente y hay vida, eso que se llama circunstancia.


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