Frente a la nada
Hay días en que siento que pierdo y pierdo, que me voy
desvaneciendo y apenas existo. Empiezan con un dolor que no lo es ahí junto al esternón. Una presión que se parecería al hambre si estuviera unos centímetros
más abajo. Y los brazos y las manos se me enfrían, los pies caminan porque
saben hacerlo, pero todo pierde sensibilidad, como si me acostara bocarriba a
flotar en una piscina, con los ojos cerrados y no temiera al golpe con el borde de cemento.
Pero voy andando por la calle con los audífonos y la música
encendida, incapaz de oírla, porque el mundo ha enmudecido. El silencio,
descubro a veces, es interno: no recuerdo los pensamientos que tuve mientras la
música sonaba, y tampoco la oía, y estoy en blanco, sin dibujos, sin palabras,
sin símbolos, sin poder responder alguna pregunta.
La tristeza me esconde los motivos que otros días confunden y
hacen andar al espíritu. No me siento, no me escucho, y tengo que seguir, un
pie primero, luego el otro, calle abajo hasta encontrar el muro que ciega la
vía y ahí girar hacia donde sea posible. No lloro y es raro porque las lágrimas
nunca me han faltado. Evito pensar en esa escasez de motivos y de secreciones porque
todo empeora o porque me descubro insuficiente hasta para sentirme así,
progresivamente en decadencia.
Se han acumulado las desilusiones sin alguna que parezca
definitiva. Nimiedades, dramatismos inocuos, vanidad herida, vacío de la
política, una historia que no fue, cualquier indiferencia, un amor impune. Son
una montaña que me tapa el sol, aunque me mueva a un lado y a otro para tratar
de alcanzarlo. Para el cenit debo ser paciente, y mientras, aguantar,
aguantarme, pincharme las rodillas para continuar hasta la esquina siguiente.
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