La noche oscura de tu mente

A veces te veo y no puedo recordarte. Lo intento, porque quiero devolverte al retrato del niño sonriente que arrugaba las flores. La foto fue perdiendo sus colores y cuando menos pensamos se deshizo, capa por capa, sin posible rescate. No sé cuándo hubo que quitarla de la pared de ladrillo y no sé por qué nunca la reemplazaron con otra copia o con una pose nueva.

Supongo que era para la habitación de un niño, de unos hermanos que comparten cuadernos, zapatos y bicicleta. Y no puedo recordarte, ver que el de esa foto, un gordito sonrosado que parece flotar en un jardín, es el que hoy no ha dormido y no ha podido descansar. Me río ahora mismo porque pienso en que de niño tu energía desaparecía pronto sin importar la travesura que estuvieras haciendo: como querían que crecieras te daban a tomar pastillas para alargar tu sueño y tu altura. Qué ironía que después de tanto, hoy, esta semana, sigas batallando contra tus párpados y saques fuerzas de donde no existen, no sé qué reserva tienes, para gritar contra lo que tu sinrazón te dicta.

Los tres dormíamos en la misma habitación. Fue hace casi treinta años. Me asustabas cuando papá y mamá ya estaban convencidos de que soñábamos. Empezabas a invocar al hombre cucaracha y te amarrabas una sábana al cuello, cubría tu espalda, como si fueran las alas de un bicho gigante y pudieras atraparme entre las sombras proyectadas por los árboles del patio. Él a veces me defendía pero le daba risa y me insistía en que no hiciera caso, que tú no podías ser el hombre cucaracha porque eras el mismo de hacía un rato, el que con la luz encendida ya había anunciado que iba a molestarme, el que siempre se divertía viéndome chillar y reducida a llamar a mamá.

Puede ser que eso era lo que buscabas, que yo llamara a mamá, porque sabías que a mí, a la niña, me creería de inmediato y no dudaría en volver a despedirse de los tres. Era casi un ritual de molestarme, yo gritar, ella venir, regañarnos a los tres, uno por uno, darnos besos y volvernos a dormir con la promesa de portarnos bien, lo que para mí apenas significaba rezar e ir al baño para no orinarme en la cama.

Y ese hombre cucaracha que desaparecía con la luz encendida era también el niño de la foto, dulce y pícaro, al que nunca le importaron los regaños ni algún correazo, porque llevar la contraria podía ser más satisfactorio y acaso tener mejor recompensa. Me enseñaste a no temer porque no temías, a no llorar porque te sabías más fuerte: éramos los tres, éramos todo. Lo fuimos cuando a ustedes los obligaban a llevarme a jugar afuera, en el mundo inmenso de nuestro barrio, nada más porque yo, así de molesta, quería seguirlos a cualquier parte, juntarme con los de su edad y mostrarles que era capaz de alcanzarlos en la bicicleta, de no perderme, de no rasparme las rodillas, de no llorar si algo malo me pasaba, de no contar nuestras aventuras por los lotes abandonados del vecindario, de no poner quejas. Y a veces las ponía y sé que me odiabas. Tal vez maldecías el tener que llevarme con la promesa de regresarme siempre a salvo. Ahora yo misma me odiaría por eso.

El niño con camiseta de rayas blancas y rojas en la foto de la pared se desvaneció cuando dejamos de ser nosotros y quisimos convertirnos en adultos. No sabíamos entonces cuánto íbamos a perder. Ustedes se graduaron del colegio y cambiaron de ciudad. Estaba orgullosa y quería, de nuevo, hacer lo mismo, ser grande, alejarme de lo que yo conocía. No sé lo que vivieron en esos tiempos, los dos o tres años que pasan en la vida de un muchacho que empieza a buscar su destino.

Pero un día te encontraste solo, sin hermanos a tu rescate, sin nadie a quién cuidar ni a quién defender, sin alguien al que tuvieras que pelearle. Estabas solo y la batalla era contigo. El niño de la foto desapareció por completo. Tu mente cambió y ya no se podía alegar necedad o rebeldía extrema. El pelo largo, las uñas pintadas de negro, la música estridente, los chistes de mal gusto, las llegadas al amanecer, los cigarrillos, las escapadas, cada una de esas cosas era apenas un alboroto de adolescente, el juego de un niño bueno que quiere ser malo. Nada que importara porque la trama de tus pensamientos comenzaba a volverse incomprensible para nosotros. No sabíamos quién eras ni por qué cambiaste. Una noche simplemente oímos tus incoherencias en el teléfono: mencionabas extraterrestres, brujas y demonios, también a tus amigos asesinados por la violencia. Aun así, no teníamos idea de qué era lo que estabas viviendo.

Yo te oigo a veces reír cuando nos veo a los tres en una foto que papá tomó con amor. Escucho tu pronunciación de niño que no sabe decir mi nombre cuando estás contento y abrazas a mamá en silencio, sin algún reproche. Tus palabras son dulces, no reclaman. Pero cada día me cuesta más reconocer que eres el mismo niño de la foto, mi hermano mayor, el de la mitad, el más bajito que yo, mi malvado, mi gemelo desigual, el que me decía que era el hombre cucaracha. Ese que yo sabía que me odiaba y me amaba más que a nadie en el mundo.


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