Dos libros para leer, dos libros para escribir
La lectura es el motor de la escritura. Lo intuyo porque
cuando las ideas se me pierden, o parece que se esconden, un párrafo ajeno, a
veces una línea, me pone a pensar. Y pensar es el primer impulso para escribir.
Impulso, como el impulso eléctrico; impulso, como el de un carro de juguete. Si
hay vacío en la mente, las manos sobre el teclado no encuentran la manera de
empezar su jornada; no vale la pena que se detengan allí.
Sucedió que una palabra llegó herida de belleza y terminé
uniendo su significado a un momento del alma, a un olor o un sabor que había
olvidado, a una rabia contenida por el nudo ciego de los días más productivos,
a un relato anterior que creí desaparecido en el silencio de las noches sin
lectura. O sucedió que al pasar las páginas de un libro dejé de atender a la
historia, a los verbos en su estado activo, y me concentré en las
descripciones, en el dibujo detrás de cada frase, en el signo propio que
guardan los personajes, en las sacudidas del ritmo que quiere llegar al clímax...
Y quise saber cómo las autoras, en este caso dos mujeres que
solo coinciden en herencias alcurniosas y ciertas rebeldías frente a sus iguales,
hicieron para imponer esa magia, para contornear al hombre de ojos de mielecita
que fue capaz de sembrar la tierra de hombres; para asestarle los adjetivos
perfectos al paisaje arisco de los nopales mexicanos o de la China cubierta de
ventiladores y sombras de nieve; para convertir la voz de una niña en faro
luminoso de quienes vivimos perdidos en el mar de la adultez.
Allí, en hojas comúnes y corrientes de un libro cualquiera
en la edición más barata, una bicicleta se hace caballo, furia, deseo de vivir
hasta el tope del asma y del amor más cruel; allí, en parrafadas de voces
genuinas, viven humanos bestiales y tercos, perros flacos que se sacuden el
hambre, al igual que sus amos, como si fuera agua de la última lluvia.
En el gueto de San Li Tun, los hijos de los diplomáticos
roban a sus padres el juego de la guerra y explican esos sinsentidos en los que
se ha sumido la historia bélica de los últimos tiempos. En las afueras de
Cuernavaca, hombres y mujeres afincan terrenos para tener dónde caerse muertos y
heredar a sus hijos pedazos áridos del mundo que solo sirven para cosechar mil
batallas y derrotas. Unos y otros, de planetas diferentes, toman su lugar en mi
mente y los pongo como fotos de carnet en el álbum de este octubre lluvioso, en
el que también caben las montañas cubiertas de neblina, los gatos que juran
compañía y los gestos del hermano otra vez perdido en su locura.
Y fui de un libro a otro como queriendo comprobar que la
magia estaba allí, aunque en cada caso me resultó diferente, porque los relatos
nada tienen que ver el uno con el otro; sus miserias son únicas, aunque la
savia que los recorre está pringada de la misma búsqueda, de considerarse
siempre un ser incompleto. Leí primero El
sabotaje amoroso, de Amélie Nothomb, y después, sin dejar que el cigarrillo
se apagara, entré en No den las gracias:
La Colonia Rubén Jaramillo y el Güero Medrano, de Elena Poniatowska. Los
dos no suman 350 páginas, pero qué importa la extensión si ambos contienen
mundos perfectos en cada línea a punto de destruirse, de perderse para siempre
en el estante de los libros leídos y nunca más revisitados.
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