En carne ajena

La mirada inicial los puede confundir con un grupo juvenil o, por qué no, con una multitud captada por algún político de turno para llevarlos a votar. Pero no, ni lo uno ni lo otro. De grupo juvenil, tienen la alegría, el saludo animado y una que otra cara inocente. Nada más. De caudal electoral, la voz alta bien entonada y la sede donde están reunidos: la del Partido Liberal, en Maracaibo con El Palo.

Lo que sí son es otra cosa: un grupo grandísimo de actores —niñas de cicatrices en los rostros, adolescentes de mirada oculta, muchachos con cara de rap, adultos sin contexto y uno que otro anciano cuidando sus intereses—, que ensaya y ensaya para tener la seguridad de hacer bien los papeles cuando sea el momento de rodar la película Lola…drones.

Unos se sienten todavía “crudos”, porque no habían actuado antes y de pronto les da algo de pena. Otros, también novatos, tal vez se comparan con los personajes de Protagonistas de Nuestra Tele y piensan en la fama de que los vean en la cuadra o los recuerden después por el nombre de quien interpretaron. Algunos más, en formación y profesionales, cuentan con experiencia y toda la disposición para dejarse instruir por el director de actores y hasta proponer arandelas a los desarrollos de sus personajes. Todos ellos ya están metidos en la película, y con miedo o sin él, se están transformando en quienes deben ser, en carne y espíritu.

El de hoy, sábado, es un encuentro paradójico. En la sede política, una casa vieja con un patio junto a la entrada y un auditorio en el fondo, se reúnen los que participarán en las secuencias de la cárcel San Quintín: los de la parte de adelante serán los paracos de un patio, hombres fornidos sin camisa, y los de la parte atrás serán guerrillos de otro patio, alguno con barba y pelo largo simulando revolución.

En uno y otro lado los actores recrean una situación de cárcel más allá de los mismos parlamentos, pues el ejercicio de ahora es improvisar cómo se comportarían si en realidad estuvieran encerrados en San Quintín y tuvieran que vivir largos años detrás de las mismas rejas.

Llama la atención que en el patio de los paracos varios exhiben en las barrigas una cicatriz de norte a sur. La secuela o la marca de una vida delictiva que esta vez, con ironía, sirve para purgar una pena. En el patio de guerrillos, son pocos actores: dos ideólogos, dos guardaespaldas y un loco que revolotea anunciando la traición.

Mientras tanto, los actores de otras secuencias guardan silencio en las escaleras del auditorio. Ponen atención como los mejores alumnos, pues de ahí pueden sacar algún ademán o proponer un buen cambio para sus personajes. También mueven sus rostros en ejercicio de gesticulación para soltarse, o bien se cuentan pasitico lo que van a decir cuando les toque el turno.

El loco del patio de los guerrillos hace su intervención. Será Campanita, una mezcla entre sapo, desquiciado y hada madrina, hilarante. Su actor, Rafael, fue al casting a acompañar a su mejor amiga, y cuando lo vieron le preguntaron que si quería hacer el papel de loco. Le sonó la idea y no se ha perdido ningún ensayo. Tiene una voz seca, bastante amanerada, y es alto, moreno, de presencia imponente. Salta y salta para simular su locura, habla entrecortado y es hasta insoportable verlo mucho rato en acción; lo que significa que cumple con su papel. “Creo que me sobreactué. Es que yo tengo mucha energía y me tengo que aplacar, eso me dijo Papá Giovanni… Voy a repetir”, dice Rafael y se sienta para observar a los demás.

En el lado paraco, todos caminan de un lado a otro, “desparchados”, se venden minutos de celular, alguien se fuma un cigarro, otros se sientan desparramados en el suelo, todos en una actitud de tremenda espera. “Lo importante es no dejar la situación vacía. Ellos se deben comportar como pasan las cosas en la cárcel, donde el tiempo no existe; que vayan actuando, haciendo, mientras sucede la acción”, explica Deivis Yesid, quien ha trabajado como director de extras.

Llega Óscar, el Rojo, Jimmy, Javier, muchos nombres para la misma persona. Se quita su camisa de manga larga y empieza a entrenar a los actores que harán de paracos. Los reúne a un lado y les da instrucción de no quedarse quietos, de parecer naturales. Alguno, el que hará de matón y tiene un tic en los ojos, protesta porque otro personaje se está llevando el protagonismo: “Es que no deja hablar”. La respuesta: “Ah, hermano, mire bien para este ejercicio usted cómo haría para que lo veamos también y no se pierda entre todos”. De ese que habla duro y no deja hablar puede decirse que tiene “fuerza actoral”. Es de los que exhiben la cicatriz en la barriga y un tono de voz relajado pero recio. Todavía tiene morados de la semana pasada, cuando ensayaron que a él lo mataban: es un paraco que llega de otra cárcel y en esta no tiene amigos.

—Jueputa, vos te transformaste en ese man y les diste mucha lidia. Bacanísimo.
—Ah, pero hoy estoy suave. Está temprano y tengo como ganas de un tinto.

Conversan mientras Óscar los sigue instruyendo en la construcción de sus personajes. Él sí sabe (demás que otros también) cómo funciona una cárcel, cómo hay que cuidarse la espalda y cómo hay que defenderse.
Él, que ya ha actuado en otros cortos de Barrio Triste Films, tiene un personaje doloroso, que tiene algo o mucho de su propia vida… Es mejor no hablar de eso. Pero qué método para actuar, para encarnar y sacarle tripas a Óscar. Basta verlo gritando en un ensayo en San Quintín. El personaje recordaba esa infancia tan difícil y esa vida tan llena de odios, cuando de pronto se acercó a la reja y sacó del baúl de su alma un grito desgarrador, un exorcismo de actuación que al hombre de los mil nombres le funcionó en la vida real.



Ahora, en la sede política, va y viene, es todo un profesor de actuación. No porque lo hayan nombrado así, sino porque tiene la capacidad de comunicarse con los actores: sin miedo, sin pena, duro, ya, fuerte, ahora, para sacar al personaje que ellos llevan por dentro. Es la suma de lo que llaman en altas alcurnias de la academia “actor natural”.

Cuando en ambos patios los ejercicios de actuación terminan, algo de desorden y de compartir historias se toma la casa. La actriz que hace de Sandra, la mamá de Aurora, le relata a Rafael lo duro que ha sido para ella sentir lo que su personaje siente: “Cuando tengo que pegarles a los niños, me acuerdo de mis hijos y me cuesta mucho; a veces creo que no voy a ser capaz, aunque no sea de verdad”. Dice también que para sentir rabia por la anorexia de Aurora le ha tocado recordar su niñez, cuando no había comida y el hambre se pegaba a los huesos. Rafael se impresiona y para su personaje toma en cuenta a los locos y locas que ha conocido en la vida.

En otras gradas del auditorio, Germán Medina, el director de actores, cuenta que para ninguno ha sido un proceso fácil, porque cuando las historias se cruzan con la vida real “hay que matar miedos y trazar bien esa barrera entre lo que vive el personaje y lo que vivió el actor, para que lo segundo le sirva a lo primero y, sin embargo, no se desdibuje el guión”.

Óscar está de acuerdo con esa idea: “Con lo físico no me ha ido mal, yo a usted le hago cualquier tipo de escena, menos en las que me toca matar o torturar o desaparecer, no es nada fácil. Porque uno trae a la memoria muchas cosas maluquitas”. Eso mismo les sucede a todos los personajes de esta película que, pese a sus muchas escenas de violencia y dolor, sigue siendo una historia de amor, de encuentro cotidiano entre los habitantes de los bajos mundos de todas las calañas.

Lola, la protagonista, por su juventud y procedencia geográfica dentro de la ciudad tuvo tal vez que empaparse de su papel de mesera de una forma distinta a los recuerdos: “Papá Giovanni me dijo que empezara a mirar cómo se comportaban las meseras. Cómo se relacionaban con la gente de la calle. Entonces, un día fuimos a un bar que queda cerca de la oficina, me puse a actuar como mesera y llegó un hombre que me iba a tocar la nalga, reaccioné y lo insulté con todas las palabras que me sabía. Eso me sirvió para preguntarme muchas cosas sobre mi papel y para asesorarme de cómo me debo comportar si pasa algo así en la película”, dice.

La sede política comienza a quedar vacía. Ya no tiene, por hoy, más paracos ni guerrillos, ni suripantas ni escaperas, ni vendedores de vicio ni asesinos de a peso.

El próximo ensayo será en Barrio Triste, donde, allá sí, la vida real se confunde con la ficción de todos los personajes.

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[Hoy, por otra coincidencia, encontré este texto que escribí hace tres años. Fue publicado en De la Urbe, núm. 56, en diciembre del 2011]

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