Nocturno

Voy esta noche al parque Lezama. Me acompaña el rumor del silencio. Se enreda, en verdad, en el viento, no como estrategia poética, sino como un inevitable recorrido desde la avenida de buses y camiones hasta esa cima de la ciudad desde donde se divisa una Buenos Aires llena de polvo y ratas sigilosas en busca de compañía.

Es rumor de silencio porque no hay humanos que se detengan a escucharlo. Bueno, hay un par: sus besos se han convertido en un telar de abrazos. Alguien más camina presuroso; lleva audífonos de tira blanca y un saco oscuro que le cubre la cabeza... Ese es un muerto que se le escapó a la rutina y no cuenta en el paisaje.

Hay luna esta noche. Luna llena que en el cenit ya no se ve tan grande. Pero bien alumbra. Las ramas de los árboles se mueven; están estrenando las hojas de la primavera y algunas exhiben flores de un lila pálido.

El Lezama tiene laderas disímiles, en esta ciudad aparentemente plana. Es una especie de triángulo cuya hipotenusa puede ser la calle Defensa, de poca iluminación, buen empedrado y surcada por los antiguos rieles del tranvía porteño. Hacia Paseo Colón hay un declive; si camino por ahí, no veo el parque completo... Una pared me acompañará hasta llegar a una escultura de hierro viejo. En ese centro que señala al barrio La Boca, entre semana funciona una oficina de préstamos de bicicletas. Los domingos he visto bailes tradicionales: exhibiciones de tango y chacarera. Esta noche no hay nada... viento helado, no más.

El pasto tiene vida en estos días; brilla con la luz nocturna. Esperaba encontrar en esa cancha de jardines a muchachos disputándose un balón, o, incluso, alguna jauría callejera siguiendo a una perra en celo. En cambio, hay sombras de troncos, algunas piedras de buen tamaño atravesadas en el camino y envoltorios de comida arrastrándose de aquí para allá.

Podría decirse que es un lugar desolado, fantasmal. Pero no lo es. Al verlo y seguir la ruta que demarca el cemento, aparecen imágenes pobladas de voces, de gente caminando, de niñas aprendiendo a montar en bicicleta, de perros lamiéndose y ladrando, de grupos de capoeira, de tamboras y guitarras, de libros tapando los rostros de sus lectores echados en una sábana, de luz solar, de palomas enceguecidas buscando los restos de un paquete de maní...

El parque Lezama no es el mismo esta noche. La loba que amamantó a Rómulo y a Remo parece echada, cansada ya de tanto criar. Doy vueltas por ahí como si fuera una deportista perdida. No soy ni lo uno ni lo otro, solo quiero mirar. Hoy se me confunden todos los Lezamas que he visto en este tiempo, un resumen de visiones que he tenido y me han tocado. Son postales que guardo y superpongo para no olvidarlas. No me importa ya que ahí comience Sobre héroes y tumbas o que en otro de sus recodos haya una fuente donde nadie se puede bañar.

Quisiera estar allí, a dos cuadras de mi habitación, lejos de este teclado y cerca de los árboles. Pero son las tres de la mañana y, lo reconozco, algo temo.

Comentarios

  1. En esta mañana cargo a la espalda unos fantasmas propios de esta ciudad. Leer tus postales hace que se sacudan y teman también, porque constatan lo que saben: que fuera de este valle hay otros territorios para habitar, en los cuales, quizá, ellos tengan menos fuerza, no existan, o se conviertan en otros.

    ResponderEliminar
  2. Los fantasmas que encontré aquí venían atrapados en mi maleta de viaje. Son de allá ¡y yo no lo sabía! Son los mismos, mutan a veces, se mimetizan, pero son viejos conocidos y me di cuenta de quiénes eran cuando me detuve a verles el iris de los ojos.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares