Hay que seguir (pensando en el día después del plebiscito)

No voy a enumerar mis argumentos por el sí. Tampoco voy a rebatir los mitos que prometen los del no. Para eso ya está el trabajo juicioso de muchos medios de comunicación, organizaciones sociales y expertos enterados, a los que les creo porque son razonables y parecen tener sentido común. Ellos, y mis compañeros y yo en Hacemos Memoria, ya leímos los acuerdos, los debatimos, nos los explicamos y tratamos de hacerlos comprensibles para el colombiano promedio, que para mí no es una señora de rubio Loreal o un señor de bien que pega afiches en su camioneta blanca, sino la mujer o el hombre que viven y trabajan en el campo, alejados de alguna capital, que los domingos bajan al pueblo para conocer al Estado y que entre semana se dedican a la reproducción de la vida, la cultura y la economía desde una tierra casi siempre ajena.

Y eso me sirvió a mí para entender muchas cosas. Para reconocer que el documento, El Acuerdo de La Habana, es imperfecto, pero tiene buen espíritu. Me gustó al leerlo, me emocionó. Quisiera que al menos la Reforma Rural Integral, el Sistema Integral de Seguridad para el Ejercicio de la Política y el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición puedan realizarse pase lo que pase en el plebiscito, y que a partir de esos puntos podamos inventarnos un país diferente.

A las personas a las que se dirigió el trabajo de Hacemos Memoria, realizado para las emisoras comunitarias de toda Colombia, no había que convencerlas de nada, no era esa nuestra tarea: había que contarles y explicarles un documento que puede ser una decisión que los implica. ¿Para qué? Para aprovechar la oportunidad única de este proceso dentro del proceso: formar ciudadanía, animar la palabra cuando esta se ha dormido.

En las ciudades como Medellín hubo en septiembre al menos tres eventos diarios de discusión pública de los puntos del Acuerdo. A unos fue mucha gente, como los Lunes de Ciudad que organizó el Teatro Pablo Tobón Uribe, o como las presentaciones del Jefe Negociador del Gobierno, Humberto de la Calle, en distintos auditorios de la ciudad. A otros no fue nadie, porque quizás no hubo buena difusión o se superponía a otro evento, o porque el mismo público empezó a conocer el hartazgo. Me atrevo a decir que nunca antes como ciudadanos estuvimos tan preocupados por entender, por argumentar bien una decisión. Eso es ya ganancia de estos días previos a la paz. Los escenarios se cerraban con aplausos y arengas a favor de una opción democrática. Sospecho, sin embargo, ese público informado es más bien poco y no tiene manera de interferir en la burbuja que rodea a ese resto que no quiso oír ni leer ni ver ni poner alguno de sus sentidos en el tema del momento.

Hoy es sábado primero de octubre, un día antes de las votaciones en el plebiscito. Estoy exhausta y me preocupa lo que pasará el tres de octubre. Espero que gane el sí, porque no me imagino al país en el que triunfe el no. No lo imagino porque he creído que ese país pertenece a las décadas pasadas, a las navidades siniestras de Scrooge. Me harta la idea de pensar en la continuidad de las Farc como grupo armado. Me harta que esas mismas Farc puedan seguir siendo el leitmotiv de nuestro país y del caudillo que hace rato cree estar de turno. Quiero que gane el sí, porque Colombia es el adolescente fofo y lento que no tiene oportunidad de ganar una pelea yéndose a los puños o a las balas, aunque a veces se envalentone y crea que sí, y por eso debe ser astuto y llevarle la palabra a su adversario, un muchacho más alto y criado en la manigua que tiene tiempo de pelear todas las batallas.

Pero en ese sí que espero que gane, me aparece una pregunta: ¿Somos un país de ciudadanos preparados para afrontar desde la legalidad el reto de inventar una patria más amplia? Esa duda me asalta en la calle, cuando veo que cualquiera no es capaz de respetar un semáforo o a un peatón, y me asalta en la conversación, cuando alguien dice que no quiere saber nada de política, que así es feliz con su trabajo de diez horas diarias, su deuda en Flamingo y mencionando a Dios en una de cada dos frases.   

No es retórica cuando se dice que comienza la paz, porque se marca un punto de partida, pero esa paz no es una paloma ni un lema publicitario; en un arduo, pesado y muy largo proceso de crecimiento político tanto de los individuos como de la sociedad a la que pertenecemos.

Para poner un ejemplo, los colombianos (también esos que dicen no querer enterarse de nada) tendremos que pensar, leer, estudiar y dejar de ser vagos con el intelecto, porque estará la tentación de sucumbir a la “inversión extranjera” traducida en más dinero circulante y más compras enceguecidas en la clase media. Pienso que las familias deben empezar por dedicar diezmos y denarios, obtenidos en la bonanza que seguro llegará, a la formación de las mentes de sus hijos, y que no simplemente llegue a creerse que la paz es poder comprarlo todo, gastarlo todo y vivir “como en Estados Unidos”, donde la televisión hace creer que no hay necesidades y que la felicidad es una compra superlativa hecha con cupones.

Pienso, en todo caso, que la paz nos tiene que convertir en ciudadanos críticos, activos, políticos, conocedores de los dolores propios y ajenos. Es un camino de incertidumbre y, sobre todo, de incomodidad, porque pensar cuesta y sacude, levanta de la inercia y limita las satisfacciones. Pero no sé, creo que vale la pena, porque somos personas con un marco social y no animalitos que nada más vinimos a nacer, crecer, reproducirnos y morir. Pero todo sigue y seguirá, y mañana o el lunes 3 de octubre, veremos si nos hacemos la pregunta por el pasado que no acaba o por el futuro que nos convoca a confrontarlo. 

Un guerrillero de las Farc practica los números. Llanos del Yarí. Foto: GeneracionPaz.co 

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