Santa Elena
La primera salida del curso. No teníamos
planeado contar alguna historia ni encontrarnos con la gente. Lo único que
queríamos era caminar.
La buseta nos dejó en un estadero. A la una
de la tarde, cuando nos bajamos del bus, empezó a llover. Unas gotas enormes
nos golpeaban en la cabeza. Como estábamos en una carretera veredal no había
ningún lugar en donde escampar. Así que seguimos caminando. Nos detuvimos un
momento para resguardarnos de la lluvia debajo del alero de la portada de una
finca. Desde ahí vimos que todo el cielo estaba nublado. Las montañas tenían un
forro blanco.
De un momento a otro las gotas de agua se
convirtieron en granizo. Se veían rebotar en el piso como pequeños vidrios.
Caían y luego se derretían. Nos quedamos en silencio un momento para oír el
ruido que hacen tantos cristales al quebrarse contra el piso. Por un momento
dejó de llover. Retomamos nuestra ruta.
Sabíamos que no íbamos para ninguna parte.
Sólo caminábamos. Serían una, dos o tres horas hasta que nos cansáramos y
decidiéramos regresar.
Algunos tramos de la carretera son
inclinados. La altura es superior a la de la ciudad. Me cuesta trabajo respirar
y por eso prefiero quedarme callada. Mirar hacia adelante y dejar que los pies
se muevan porque quieren.
Casi todos mis compañeros no paran de
hablar y contar chistes. Me adelanto un poco para no oírlos y empiezo a
escuchar la naturaleza. Las goticas que se resbalan de los árboles. El ruido de
los zapatos en el empedrado. El agua de una quebrada. Y de nuevo el golpeteo
del granizo.
Entramos a una tienda para refugiarnos.
Allí me encuentro con unos amigos del barrio y pienso que este mundo es un
pañuelo. Conversamos y seguimos observando el granizo, como niños que acaban de
atrapar una lagartija.
De nuevo salimos. El cielo a lo lejos está despejado. Se ve el valle de San Nicolás, en donde queda Rionegro. Es hermoso. Es un lugar alto pero desde donde estamos podría confundirse con la sabana que hay cerca del mar. Hay montañas, pero las vemos desde arriba. Por eso, más allá de ellas no hay más que horizonte... montañas muy altas que se ven como morritos. Y en medio del valle, los pueblos. A pesar de la lejanía, puedo situarme en sus plazas principales, en sus iglesias viejas.
Hay que seguir caminando. Un letrero nos
anuncia el parque Piedras Blancas a diez kilómetros. No hemos avanzado casi
nada. Todavía es temprano.
El pie derecho adelante, luego el
izquierdo, de nuevo el derecho. Los brazos se mueven. La mirada al frente. El
saco se vuelve fastidioso. Estoy sudando pero tengo las manos frías.
Todo lo que hago es caminar. Caminar.
Caminar. Un pie, después el otro. Ya casi tengo la mente en blanco. Imposible
dejar de pensar cosas. El radio prendido en la cabeza.
Es hora de regresar. Ya son las cinco de la
tarde. Lo sé pero no tengo reloj. Dejamos atrás unos seis, siete kilómetros que
ahora veremos desde la buseta. Volver a Medellín. Allá la altura no es tanta,
pero hay que hacer más esfuerzo para respirar.
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