500 palabras

El vicio de las 500 palabras diarias no siempre da buenos resultados. Uno empieza a llenar la hoja con letras que se le van ocurriendo, y a la mitad de la segunda frase ya sabe que está escribiendo tonterías. Que el único tema que hay para escribir, al menos mientras la cabeza está descompuesta, es el amor. Ese elefante blanco que no dejas de ver ni por el retrovisor ni por la ventana. Pero el amor es irrepresentable, imposible de escribir a ciencia cierta, nada queda bien librado después de que está en el papel. O es reclamo o es pasión, pero nada de amor. Y de pronto a uno le da por cambiar el tema, por intentar interrumpir las 500 palabras para pasar a otro asunto trascendental de la existencia, y no se puede. El dolor suena a banalidad en estos días. También la masacre de palestinos en la tierra que no poseen. Entonces las ideas políticas son una suerte de tabla de salvación, pero tiene agujeros y uno se va hundiendo, se va hundiendo, y vuelve al amor. Piensa, no escribe. No salen ni 100 palabras. Es cursi. Los adjetivos abundan y se roban la mayor parte de la página. Qué clase de amor es este que necesita tantos adjetivos para adquirir un sentido, una razón semántica. Entonces llega la técnica, porque escribir es un oficio como el del hombre que cruza entre rascacielos por una cuerda floja. Hay que cerrar el círculo, intentar delimitar lo que se quiere decir y en lo posible aterrizar, bajar línea. El amor aparece como consecuencia o respuesta. No es causa ni pregunta. Tiene traducción en alguien, en algo, en la velocidad del latido del corazón, en ese sueño que repito todas las noches, en la película que solo una vez vimos juntos, en la música de tu escritura, en la foto que guardo de tu primera comunión. Y sigue siendo un amor irrepresentable, indefinible, pero con rostro, con orejas únicas, con las líneas de la palma de tu mano, con el color de tus ojos cuando el sol se refleja en ellos. Uno se detiene otra vez porque la evocación del amor le da paso a la quietud de las manos que ya no pueden recorrer más el teclado. Uno se paraliza cuando escribe del amor y el cinematógrafo se apodera del cerebro. Solo ves, oyes, hueles la escena, puedes tocar. El amor hecho representación, vuelto palabra en pensamientos aún intraducibles, se apodera de la página antes en blanco y te deja sin voluntad. Uno quería escribir 500 palabras, como ejercicio o necesidad de crucigramista. Uno quería hablar de la guerra, de la sociedad, de la vida, del dolor, de esa conmovedora mañana en la que un niño te saludo antes de entrar al colegio, del calor infernal que consumió a los habitantes de la ciudad, de la última derrota de tu día. Y terminó, como siempre, irrepresentando al amor en una sola persona, en una imagen que nadie más ve.


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