Lluvia repentina

La lluvia refresca el pavimento de las avenidas más concurridas. Las matas amarillas de los sardineles se tragan el agua para recuperar la capacidad de moverse con el viento. Las gotas salpican en los ventanales, en las luces de los semáforos y en las ruedas de los carros. El agua corre calle abajo como un manto tornasolado. Se transforma el paisaje por causa de la lluvia y hasta los ojos pueden mirarlo todo de otra manera. La luz, los colores, la densidad de los objetos, las distancias y hasta la noción de tiempo. La piel siente el aire frío, cargado de humedad, y los poros parecen abrirse para recibirlo, para que la temperatura de las células cambie, y la sed desaparezca. Hace media hora nada era como es: una nube negra que crecía desde el miércoles estaba quieta en el centro del cielo, la gente caminaba sin prisa y con los pelos engrasados por el agobio de la tarde, los buses hacían más ruido que de costumbre y los bocinazos conformaban, a su manera, la jornada de calor. La quebrada hedía en silencio a basura, a pañales sucios. La palma de enfrente no se doblaba y lo que es peor tenía el tronco lleno de tierra, sin el lustre de otros recuerdos. Ahora la lluvia ha señalado con sus dedos y relámpagos los cementos, el ladrillo, los árboles y las montañas, les ha devuelto lo perdido y ha asentado un nuevo rumor de días más tranquilos. El agua ha regresado para saludar la noche y hacer el trabajo de un muchacho barrendero. La mañana espera una calma menos cansada, sin ese palpitar de la sequía.  


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