El maestro de Periodismo XII

No le gusta que le digan don ni profesor ni maestro, le gusta que lo llamen por su nombre, porque es el suyo y es el de su abuelo. Sabe muchas cosas y escribe muy bien, pero por eso no se siente un intelectual, no se disfraza de novelista ni de poeta. Va por el mundo sin pipa ni boina. De vez en cuando va a eventos culturales y a conferencias, escucha. Él prefiere alejarse de la elite de los académicos, a la que pertenece sin títulos de honor, y más bien busca la compañía de sus alumnos, de sus amigos.

Siempre está escribiendo alguna cosa, aunque sea en papelitos que guarda en los bolsillos y que, dice, después tritura la lavadora. También habla con todas las personas que ve y a muchas les cambia una historia de ellas por una suya. Así parezca un poco triste, nunca lo he visto negar una sonrisa.

Dice que en el periodismo lo único que se vale es el “método salvaje”, un tipo de intuición dirigida por el corazón y la sabiduría. Nos dice que hay que ser hombres para ser artistas.

Uno lo ve caminar por la universidad con el maletín negro y sabe ahí mismo que él está organizando el lead o cambiándole los párrafos a alguna crónica. Mientras tanto, uno está jugando cartas con los compañeros y siente vergüenza.

En las clases acepta a todos los alumnos, pero como Copey, el maestro de John Reed, él se toma el trabajo de conocer a los que sí están interesados, a los que quieren vivir con la escritura, no de ella. Para eso tiene un radar y buena memoria. Cuando algún estudiante de hace más de una década se acerca para saludarlo, él lo reconoce y aunque es posible que no sepa su nombre, es capaz de recordar la mejor historia que el muchacho escribió para una de sus clases.

Visita bares, tiendas de barrio, aceras, parques infantiles y lugares en donde se pueda conversar y, de paso, se mantenga alejado de algunos intelectuales disfrazados que lo acechan para la publicación de un libro o para mostrar ante auditorios que ellos lo conocen.

Su maletín negro siempre está lleno de libros, sin importar que a su lado haya una bolsa gigante repleta de más libros. Lleva escritores europeos que son casi desconocidos en Colombia; también, algún texto narrativo pero académico que le da vida a la clase, una de sus obras para regalarle a alguien, un libro de poesía y dos o tres novelas en borrador de sus alumnos de hace años. Nos dice que debemos leer mucho, sobre todo a los escritores rusos y a los clásicos, porque ellos ya lo dijeron todo. Él lee lo que cae a sus manos –dos, tres tomos– y, por lo general, al mismo tiempo.  

En las clases se oye su voz que duerme a algunos estudiantes y que otros escuchan atentos para aprender lo que se puede aprender en un salón. Propone salidas o, más bien, entradas a la ciudad. Escoge las calles, las esquinas y las plazas con historias de hace tiempo que le traen un recuerdo, una escena, un hilo del cual tirar. No es viejo, pero sabe escuchar a los viejos y sabe hablarles a los jóvenes.

En realidad, lo pienso, no es que se acerque a los estudiantes. Los convierte en sus amigos y ahí sí les enseña y aprende de ellos todo lo que puede. Juan José Hoyos no niega una oportunidad.


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