Geometría sin progresión
La cocina se inunda. Los tubos del lavaplatos están rotos o
no sé qué le pasa al desagüe. Miré, tomé una foto, algo del daño ahí se ve; escribí
a la agencia de arrendamientos para que alguien venga a solucionarlo. Dijeron
que pueden tardar ocho días hábiles en responder. Busco la cuenta de los días y
descubro que es mucho tiempo para lo que parece una tontería y que, sin
embargo, me molesta porque complica cada acto de limpieza: no puedo lavar ni platos
ni el filtro de la cafetera cada vez que quiero hacer más de esa bebida que me
mantiene despierta después de las noches en vela. Ahora mismo estoy tomando
café, pero no lavé el filtro como se debía. Siento incompleto el ritual de la
mañana.
La idea del desagüe dañado y de los ocho días hábiles no me
deja en paz. Aparece cada que logro concentrarme en la corrección de estos
días, que para colmo no es ya una novela o un libro de cuentos sino un tratado
de geometría euclidiana —cuyo menor problema, quizás, sea el tema—, que intento
leer como si se tratara de dibujos que hay que completar según cierta
progresión, al estilo de los test de personalidad o del examen de lógica
matemática que no sé cómo gané para entrar a la universidad. Voy, entonces, de
la geometría al café, del café al lavaplatos, y regreso de allí para pensar en
los ocho días hábiles, en la dimensión tiempo que puede tener un triángulo geométrico
para ser representada y a la que debe corresponder muchos cambios del filtro de
café.
Ocho días hábiles le toman a una arrendadora solucionar un problema
común de inquilino antiguo. Cuento a partir de hoy dos miércoles, dos jueves,
dos viernes, un martes y acaso dos lunes, si se toman todo el plazo anunciado. ¿En
qué estaré pensando yo mientras transcurren todos esos días? Posiblemente habré
terminado la corrección del libro de geometría y ya estaré con las neuronas
secas de tanto haberles gritado que aguantaran la carga de café. Posiblemente
al segundo día hábil de espera me habré hartado del desagüe, del reguero, de
los platos sucios, de esa cocina que es como si me mirara, para hacerle
justicia por mano propia o a través de un ejecutante contratado.
Para eso vivo en un barrio donde se consigue de todo, desde
una llave inglesa hasta un pollito de colores. Me tranquilizo con la idea de
que ninguno de mis problemas vale la pena, son tormentos que me voy inventando
para persistir en esta personalidad que tiende al repechaje. Solo lo vale el
pensamiento de los ocho días hábiles, el cómo los atravesaré así no cuenten para
la reparación del desagüe, así termine el libro y pueda entregarlo.
Contarán para algo más, para una especie de angustia que
traigo desde el mismo día en que por coincidencia se jodió la plomería. Me
cuesta pasar del punto A al punto B, o sea de la mañana a la noche, a veces sin
moverme del mismo punto: la casa, la cama, la silla del computador, el celular
que no titila. Imagino la situación como si fuera ajena: veo a un personaje
parecido a un hámster caminando dentro de un cubo transparente: va ansioso
hasta un vértice y al no encontrar novedad la busca en el siguiente vértice,
que le resulta igual al anterior, aunque su ansiedad no se detenga. Es gracioso
verlo ahí, cercado, olvidadizo, con las paticas delanteras extendidas cuando
corre, aunque su espacio sea diminuto. Es horrible verlo ahí y no poder sacarlo
del cubo, porque se trata de un experimento que no se puede dañar. Pero no es
un personaje ni es un hámster, eso lo sé.
Y así pasarán ocho días hábiles, y también otros no hábiles,
semanas en todo caso. Me pregunto cómo se representará eso es una figura geométrica,
cómo diablos voy a hacer para no desesperar en cada punto A, en cada punto B,
repetidos hasta el infinito, en cada cambio del filtro de café, en el dolor de
rodillas por haber permanecido en la misma silla durante horas. Me pregunto qué
debo hacer para que este mundo de adentro y de afuera retome la calma, o se rebote
por completo en una misma manotada.
No se trata del desagüe, no se trata de la corrección, mucho
menos del café; es cosa de tener paciencia, de aguardar a que algo, siempre
inesperado, suceda y sorprenda. Solo falta una señal, una llamada, una
iluminación o una contraseña mágica para hacer que la tierra, esa que bajo mis
pies se detuvo el sábado —un día no hábil—, por causa de tu abrazo, pueda
retomar su ímpetu, su eje, su sutil y decidido movimiento de rotación, ese que
hace posible el transcurrir del punto A al punto B, el que marca los calendarios
de arrendadoras inútiles y cosechas de café.
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