Arderá la culpa

"Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera la voz".
Juan Rulfo, Pedro Páramo

Desde hace un par de días me duele Guatemala. Es un dolor que se me aumenta con las noticias que van apareciendo sobre el mismo hecho: más de 30 niñas murieron quemadas dentro de un albergue. Murieron es un decir, porque la historia completa dice que las mataron. Uno solo se muere si estaba por morirse; ellas, en cambio, eran niñas, adolescentes, no se iban a morir todavía. Y estaban bajo la protección del Estado, ¡del Estado de Guatemala!, en un albergue, que más que albergue era su cárcel, un lugar de terror donde los adultos que debían cuidarlas se aprovechaban de ellas, las violaban, las maltrataban, llegaban a la tortura.

Primero hubo quienes se lavaron las manos de semejante tragedia y quisieron decir que no eran niñas indefensas, sino pequeñas delincuentes que estaban amotinadas, y que fueron ellas mismas quienes tuvieron la culpa del fuego por prender colchones en signo de protesta por las condiciones en que allí las mantenían. Mejor dicho, que cometieron suicidio y, ante eso, no hay responsabilidad de nadie. Pues no, ellas no tendrían que estar muertas en este momento, y su reclamo, que quizás sí desencadenó el incendio, sirvió para destapar la olla putrefacta del sistema que las estaba criando.

Leí que el albergue tenía hacinamiento, lo mismo que cualquier prisión latinoamericana; leí que había menores infractores, niños y niñas mezclados no sé en qué proporción y con qué consecuencias en la vida práctica; leí que había niños abandonados, no infractores, sino que alguien los echó a su suerte y llegaron al Estado en busca de alguna protección. Leí de violaciones y trabajos forzados, de sometimientos, secretos y corrupción entre los funcionarios de todos los rangos del Hogar Virgen de la Asunción. Todo eso ha llegado a cuentagotas a la prensa internacional que ya no tiene más adjetivos para calificar el horror.  

A mí me duele porque leo Guatemala y sospecho que es Colombia, que es cualquier parte del miserable continente que nos tocó en suerte; que de hechos como este, ocurrido en el año 2017, no hay regreso posible. Y así como el 8 de marzo fueron unas niñas guatemaltecas, de nombres y apellidos difusos para quienes no las lloraron, el 26 de septiembre de 2014 fueron 43 normalistas mexicanos que también protestaban por la corrupción de sus gobernantes y fueron desaparecidos de la faz de la tierra. Sus padres y familiares siguen coreando sus nombres ante mil instancias, aunque cada día se han ido quedando más solos en la búsqueda, en la certeza del crimen del que fueron víctimas. Los de Ayotzinapa y las de San José Pinula son símbolos legítimos de la ferocidad de nuestros estados.  

Pero yo vivo en Colombia, que tampoco es un paraíso y dudo que alguna vez lo haya sido o llegue a serlo, a pesar de campañas, películas y procesos de paz que así quieran vendernos este terreno bien alambrado. Aquí van más de 120 líderes sociales asesinados en los últimos catorce meses. Sigo leyendo que son hechos aislados, que no se trata de una maquinaria de exterminio, que quién sabe qué deudas personales tenían y que por eso los mataron.

Pero sé, sabemos, que no son casos aislados; todos ellos defendían tierras, procesos sociales, derechos, a grupos vulnerados, banderas, ideologías. Aquí se paga caro pensar distinto, aferrarse a una idea; cuesta la vida opinar para el otro lado, levantar la mano y defender lo que sea. Sus asesinatos nos ponen a caminar al pie del abismo que es la guerra ya conocida, esa historia de masacres, fusilamientos, desapariciones forzadas, desplazamientos masivos, secuestros, torturas, silencios, orfandad.

Pienso en la conexión intrínseca de nuestras tragedias, en la omnipotencia de los ricos y dueños, en este abandono de la tierra que pisamos. Pienso en el dolor de cada humano que perdió a un ser querido o que ya no siente alguna esperanza por el futuro. Qué caro sale vivir a la enemiga, porque duele, cuesta y se lleva las vidas, también los ánimos, de los que sí luchan y ponen pereque cuando saben que su comarca más cercana no anda bien.

Algo tiene que pasar en la tierra de nadie que es América Latina. Faltaría no más que los fantasmas y desaparecidos vinieran una noche a halarnos las patas para reclamarnos furia en vez de dolor. Faltaría que supiéramos la verdad: que hace rato somos habitantes de Comala y también estamos muertos.

Foto de Carmen Quintela


"Esa noche volvieron a sucederse los sueños. ¿Por qué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?"
Juan Rulfo, Pedro Páramo

Comentarios

  1. Estoy deacuerdo y espero comensemos como ir tratando nuestros problemas

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