Frágil artimaña

El que quiere escribir lo hace cuando y como puede, pero a veces frena en seco antes de la segunda línea porque se topa con que sus palabras significan vidas y pasados ajenos que a la vez son su historia propia, imposible de olvidar, esa que tamborilea en los oídos de cuando en cuando en las mañanas de lluvia o en las noches de poco dormir.

El que quiere escribir busca la manera de resolver el acertijo de su relato en una voz impersonal, cansada de la anécdota que se adueña de su boca, y disfrazando los nombres, aunque le cuesta hacer lo mismo con los olores y con el cantar de un gallo en la madrugada. ¿Qué puede contra eso? La artimaña es enmascarar la historia, quitarle la realidad de su abismo para poder llegar a un párrafo menos denso, en el que no importe lo que opinan algunos personajes, en el que nadie se dé por aludido y venga a hacer reclamos, en el que nada duela pero haya a la vez un filo amenazante, un estar al borde del secreto y también de la revelación.

La artimaña cuesta mucho al que quiere escribir porque le hace perder su verdad y lo obliga a retener, un minuto o una década más, esa especie de vómito del que por supuesto se quiere deshacer. Pero es que si fuera solo vomito, la artimaña saldría triunfadora, no tendría objeción... La cosa se complica porque el que quiere escribir quisiera compartir cierta belleza con el mundo, esa que puede estar dormida en su pasado de trizas o que un día le mostró bondad y le dio consuelo. En honor a lo verosímil, eso también hay que guardarlo o saberlo enmascarar. Llevarlo como lo hace un niño con una rueda de carro por un camino de tierra: hay que tomar una vara, casi mágica, y darle golpes suaves a esa rueda deformada para empujar su rumbo con cierta paciencia, sabiendo que no tomará ventaja ni perderá su equilibrio.

Ese ejercicio implica contener el aire, soltarlo de a poco, volverlo a tomar. Calma para no terminar echándoles margaritas a los cerdos. Calma para que el pudor no lo mate. Por eso está enfrentado a un oficio y no a un voluntarioso acto del espíritu. No le basta, pues, la musa ni tampoco la experiencia. Cómo, cómo diablos puede hacer aquel que quiere escribir...

Las líneas se suceden una tras otra sin tocar el clímax de la historia, sin precisar qué fue lo que pasó o quién fue el que padeció todo eso. La narración es tenue, pierde fuerza, carácter, parece un arrume de palabras bien acomodadas que a nadie le dicen nada. La rueda que el niño impulsaba ya no se sabe dónde está. Y el que quiere escribir, sin lograrlo como pensaba, ha recordado todo, detalle a detalle, con un enorme estallido allá adentro de sus oídos. Pero está petrificado, tiene las manos como amarradas a la mesa, porque sabe que si las desata, su palabra viajaría herida, quizás herida de muerte.

Entonces vuelve al fracaso. Como ayer. Atragantado el que quiere escribir cumple su propósito inicial pero sin desanudar su garganta de grafito. Se sabe nimio, aplazado, imposible; sigue siendo el que quiere escribir y no el que escribe porque su hoja ha terminado otra vez en la basura y su historia continúa guardada en el cajón sellado de su memoria.

"Memoria" (1948) de Rene Magritte.

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