Vistas del valle en una mañana de ciclovía
Voy a la ciclovía de Medellín cada domingo en el que deseo
fugarme de algo (una corrección de textos, una lectura obligatoria, un sofoco,
un encierro inexplicable). Esta mañana desperté temprano con la idea de romper
mi propio récord mundial de ciclovía. Normalmente voy desde San Javier hasta la
plaza de toros La Macarena y ahí decido, sin moneda al aire, nada más fijándome
en la dirección del viento, si voy al sur, hasta Itagüí, o si voy al norte,
hasta Niquía. Hoy pensé que podría hacer algo mejor: pedalear hasta Niquía y
luego hasta Itagüí, para ahí sí regresar a San Javier. Sería un triángulo que
me dejaría sin aliento pero quizás con alguna satisfacción.
De ese recorrido de casi cincuenta kilómetros, mal contados
en Google Maps, que hice en poco menos de tres horas, se me quedaron grabadas
unas cuantas fotos mentales, que si las hubiera tomado con la cámara del
celular estarían ya desprovistas de su esencia y no podría saborearlas como ahora,
que las sigo recordando. Y cuento hasta siete:
1. La escultura de un burrito o un caballo de juguete en la
barranca, al pie de la carretera. Ningún niño juega en él, nadie parece verlo,
pero en algún 31 de octubre pudo servir para que los vecinos más próximos, hoy
quizás adolescentes, se tomaran fotos disfrazados de jinetes, de ninjas o de
próceres. Es gris, lo rodea la maleza, y no sé por qué está ahí, en medio de la
nada, casi llegando al barrio Tricentenario, pero supongo que alguna vez hizo
parte del inventario de la fábrica de materas y artilugios indescifrables, todos
en barro y cerámica, que queda a casi cincuenta metros de allí.
2. Hogar Infantil Loritos, un letrero, una casa
desvencijada, una puerta abierta. No vi los niños, porque es domingo y la
velocidad del pedaleo me impidió asomarme como hubiera querido a la sala de la
casa, de muebles grandes y coloridos, y paredes de ladrillos. Pero la imagen de
este lugar y de este letrero me hizo pensar en los loritos, niños de menos de
seis años parloteando y enloqueciendo a una señora que trata de cuidarlos
mientras cría, en una suerte de milagro, a sus hijos de la misma edad.
3. Donde pacen las vacas flacas. Luego del premio de montaña
que tiene este recorrido, el puente de la avenida Regional al pie de la
estación Madera, el paisaje deja de ser urbano, y los sentidos alcanzan a
percibir algunos indicios de que el campo está cerca. El río Medellín se vuelve
río en la mente porque se le oye luchar con su corriente contra piedras y
bancos de espuma putrefacta. En el borde de la carretera hay un ganado de unas
cuantas vacas y novillos, flacos pero libres, con espacio para solazarse junto
a los arbustos y tal vez tomar un poco de agua de la orilla. El olor es de
pasto recién cortado, hubo guadaña, pero el pasto está ahí, amarillo, seco,
casi hecho espiga de procesión, y el ganado se alimenta de él, como si al lado
no pasaran camiones que van para la costa Atlántica o decenas de ciclistas con
trajes fucsias y verdes alucinantes, que no pertenecen a ninguna parte.
4. Un espantapájaros bandido. Es real, como el de los
muñequitos, y alguien, el dueño de la cerca, lo puso junto al terreno donde
pacen las vacas. Tiene cabeza de paja, brazos de palo, pantalones de ramas, y
es gracioso. También está junto al río y parece decir adiós cuando uno se da
cuenta de que existe.
5. Nueve y treinta de la mañana, grupo de amanecidos en una
cantina a borde de camino, bafle que sirve de mesa, venta de empanadas. De
regreso de Niquía, en donde me tomé un jugo de naranja por dos mil pesos, volví
a atravesar el barrio cuya vida parece (aunque no) interrumpida por la
carretera, y me topé con la inolvidable música de La Tirana de Darío Gómez a
todo volumen y con un grupo de hombres, cerveza en mano y ojos vidriosos, que
la tarareaban, nunca a una voz, como si su jornada de alcohol y miseria apenas
comenzara y como si los ciclistas y los niños, seres purificados por el deporte
y la mañana, no estuvieran viéndolos, oyéndolos, sabiéndolos ahí. Esa combinación
de distintas decadencias, la del barrio, la de la cantina, la de la bicicleta
pinchada, la de las empanadas sin carne, la de los niños felices y sueltos en
medio de la avenida, todo ello, era un tramo surreal que merecía pedalazos
lentos y mucha atención.
6. El puente militar es un barco de metal. Desde que
pusieron los puentes militares, hace casi un año, para poder construir la obra
de Parques del Río, una serie de túneles que hasta ahora poco se entienden, los
ciclistas debemos atravesarlos para llegar al sur. Hoy el cielo estuvo gris y a
media mañana un aguacero tocó la ciudad. A lo lejos el primer puente militar
brillaba, daba visos plateados, y parecía que él mismo navegaba por el río
Medellín. Al cruzarlo, con la advertencia de que estaba resbaloso, me sentí en
un ferri, como ese de Puerto Araujo que una noche nos dejó cruzar el río
Carare. Al otro lado de este, en la mañana, la autopista es trocha y el
pedalazo cambia. Esa ilusión de galopar en bicicleta dura hasta el siguiente
puente militar, que ya no tenía brillo y ya no parecía un barco de metal.
7. Los imposibles olores del sur: café y guayaba. La fábrica
de Colcafé debe tener hartos a muchos habitantes de Guayabal y La Aguacatala.
Como yo soy visitante esporádica, amo que esté ahí y que deje brotar su olor a
café recién hecho a lo largo de varias cuadras. Inunda los pulmones, te hace
cerrar los ojos, casi sientes que te vas a quemar con el primer sorbo. Estás
pedaleando, te levantas del sillín para descansar un poco, y continúas. Y
entonces la lluvia que ha caído exacerba otro olor: el de las guayabas
pudriéndose en la manga izquierda, junto al río, ya casi llegando a tu meta del
sur. Es un olor dulce, de la infancia, que tiene presencia en los guayabos de
ramas tercas y hojas de color verde luminoso. Quisieras trepar o tender una
sábana en el suelo para dormir una siesta o ver pasar la mañana cobijada por
ellos. La ensoñación se detiene al mirar a la derecha: solo edificios
industriales, explanadas con estructuras metálicas, dibujos de una ciudad que
cualquier día bien pudiera arrancar todos esos árboles y echar pavimento para extender
la idea del progreso.
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