Tinieblas
El domingo en la tarde, como a las cinco o seis, es la hora
de la miseria, el momento en que la claridad desaparece y se cosecha el rastro
de uno mismo. Es la hora de sombras, pero en fin de semana y a veces a plena luz
del día. Es distinto cuando a las dos o tres de la madrugada, en la víspera de
una mañana laboral, atacan los demonios. Ahí la esperanza es remota pero
existe: pronto amanecerá, los latidos normalizarán su ritmo. En cambio el
domingo en la tarde, todo es, porque lo parece, inalcanzable: la mañana, la
gente, la música, lo apacible. Ha pasado por el barrio un vendaval de silencio
y caminan por él familias con niños regañados porque se portaron mal en la
iglesia o aún no han hecho las tareas. Lo único que se oye de la calle es un
reclamo nimio, tal vez un motor imprudente o una puerta que alguien, no el
viento, cierra de mala manera.
El movimiento en los cuarenta metros cuadrados que se
habitan es, mientras tanto, incesante. De una esquina a la otra, y de regreso,
alguien camina; la nevera hiede a vacío, a agua helada… El computador repite su
reinicio en la peor burla de todas, la botella de vino está aún sobre la mesa
pero sin una gota de nada, el celular con los personajes en línea pero mudo,
desesperante; el sillón que acumula ropa limpia y sucia, los zapatos
atravesándose en el camino de ese alguien que cierra y abre las cortinas, los
mosquitos buscan compañía. Y allí, en ese desbordante universo, un ser humano,
un musulmán de alma muerta, se apretuja contra los pensamientos y no sabe si
preferiría que los fines de semanas no existieran o que se sucedieran
infinitamente.
Rafael Pombo, del que no puedo olvidar que dicen que copió de alguien más un par de poesías (o algo así), me aniquiló una mañana de martes en la
biblioteca del colegio con su Hora de tinieblas. Y por eso lo amo y lo odio. Mató algo dentro de mí porque al
leerlo oía la voz del mismísimo Pombo, regañándome, gritándome –a veces en
latín–, y yo entendía qué eran las tinieblas y cómo se parecían a las tormentas
lejanas del Faro del Catatumbo, porque solamente podía ver la intensidad de su
centellear cuando nada interrumpía la noche, ni la mente, y sentía la soledad
de aquella montaña, el cerro Tasajero, recibiendo toda esa energía lumínica,
como balas, como golpes del cielo, como electrocuciones para un paciente en
resucitación.
¿Por qué estoy en
donde estoy
con esta vida que
tengo
sin saber de dónde
vengo,
sin saber a dónde voy;
miserable como soy,
perdido en la soledad
con traidora libertad
e inteligencia
engañosa,
ciego a merced de
horrorosa
desatada tempestad?
Y ese martes de colegio en la mañana es igual al domingo en
la tarde, porque las tinieblas se parecen y la miseria del alma humana se
materializa en que no existe nadie más, solo hay una marea de pensamientos y de
voces, una lucha perdida de antemano, una incapacidad de obtener compañía en
los aparatos de la modernidad y un deseo, fulgurante como la tormenta, de que
las horas pasen, porque pasarán, y la tierra de nadie del sueño permita el
olvido.
¡Oh angustia! sentir
por dentro
de este infernal
laberinto
la espuela cruel de un
instinto
de algo que busco y no
encuentro,
caverna odiosa, y al
centro
un ojo para mirarla,
luz que en vez de
iluminarla
permite que se
entrevean
vampiros mil que aletean
luchando por apagarla.
Comentarios
Publicar un comentario