Trenes rigurosamente vigilados

Después de varios días de lecturas atentas para empezar o terminar la tesis que debo desde hace un lustro, necesité detenerme y cambiar de aire. Hubiera querido ir al mar o volar en parapente, pero para resolver la urgencia escogí releer una novela de mi biblioteca. Sin equívocos, Bohumil Hrabal, al que he llamado mi checo, mi autor, me ofreció Trenes rigurosamente vigilados. (Una soledad demasiado ruidosa es en realidad la que más adoro, pero no son tiempos propicios para escalar –de nuevo– un abismo).  

Lo guardé en el morral segura de poder empezar la lectura entre las estaciones San Javier y San Antonio. Mientras caminaba hacia el metro no pude recordar qué le pasaba al personaje, cómo se llamaba y, peor, por qué me había gustado, por qué la tenía en una especie de lugar privilegiado en el estante de libros si se me había borrado por completo. Los misterios de la mente o como digo en broma, luego de cada de examen de alemán, “un conocimiento nuevo borra uno anterior”.

Y empecé con la nota introductoria de Monika Zgustová sobre Bohumil Hrabal (1914-1997). El autor de las palomas. El que busqué en Praga de cervecería en cervecería hasta no hallarlo. El que había pasado años en un trabajo y en otro, y en otro, y de cada uno había obtenido inspiración (¿qué diablos es eso?) para sus novelas y cuentos. Bohumil, el suicida más alegre que un día cayó de una cornisa en el hospital.

Ya en las primeras páginas de Trenes me horroricé un poco: ¡frases subrayadas!, ¡subrayadas por mí! ¿Cómo era posible que yo hubiera subrayado frases enteras, encerrado palabras en círculos, y que hoy nada de eso se me hiciera familiar? ¿Quién me habitaba a los veinticuatro años? ¿Cómo pude olvidar cada una de esas palabras memorables?

Las lecturas de la supuesta tesis se me presentaron como fantasmas porque Halbwachs, Ricoeur y Nora algo podían contestarme. En el mecanismo individual y social de querer recordar-olvidar hay trampas insalvables que escapan a la conciencia. Supongo que muchos más libros, antes parte de mi esqueleto intelectual, hoy están tan empolvados en mi recuerdo como en la estantería. No sé a dónde se fueron.

De nuevo a la novela. Un avión caza alemán fue derribado por un enemigo y cayó al pie del pueblo (la mismísima Praga), pero un ala y algún pedazo más cayeron en la plaza. La gente empieza a hablar de lo que pasó y a recoger pedazos de cualquier cosa. El protagonista va en su bicicleta y ve venir a la gente cargando alambres, hierros, tuercas, de todo. Yo estaba ya en la estación San Antonio esperando al tren que me llevaría a la universidad, y tuve que parar de leer porque de pronto los sonidos y las imágenes de la novela se hicieron reales.

Junto a la estación se incendió una fábrica de confecciones hace semanas y apenas en estos días comenzaron a barrer y quitar todo lo que se quemó. Cayó al suelo el letrero metálico del Mall San Pietro y produjo un estruendo quizás similar al del ala del caza alemán. Barras rígidas, un sinfín de tornillos, mesas destruidas y todos los hierros retorcidos estaban allí. Hasta uno de los operarios de limpieza, que cargaba un traste indefinible, se me pareció al papá del protagonista que también venía de la plaza con un tesoro de metal y alambre, parecido a un instrumento, acunado entre los brazos.

Subí al vagón y leí de pie. El protagonista contó quiénes habían sido su bisabuelo, su abuelo, su padre, y me había sacado un par de risotadas. Siguió con su intento de suicidio, sus razones, y empezó a describir cómo era su vida de empleado ferroviario, el orgullo que sentía, el uniforme que llevaba, la rutina de descubrir la llegada de los trenes atrasados y, en fin, todo lo que debía hacer en un día normal, aun en medio de la guerra.

Alcé la mirada para saber en qué estación iba y encontré a mi lado a una operaria del metro, no de las que conducen el tren sino de las que lo reparan cada vez que algo falla o hay un “incidente” (así llamamos a los suicidios en este lado del Atlántico). Ella iba con su uniforme de camisa naranjada y botas de cuero. Otra vez Bohumil Hrabal se había salido de la página. Debo confesar que me asusté y ya no pude seguir leyendo. Qué más daba si estaba a punto de llegar “a mi destino” (otra nominación especial para el punto de llegada).

Y en fin, no hay nada más para decir. Son solo dos anécdotas de una mañana con un libro amado que probablemente volveré a olvidar. Supongo que lo terminaré hoy y ya mañana volveré a las teorías de la acción social, el conflicto armado colombiano y la infranqueable memoria. 


Comentarios

  1. Lo paradójico de la memoria es que olvida. Desde pequeña eres la memoria de la familia. Eso no te exime de olvidar.

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