Las fronteras son para huir
Después de aburrirme con el
prólogo de la Vuelta a España y de ver una película escogida al azar entre el
centenar de ellas que me regaló Víctor, aterricé en la emisión de noticias de
la DW. Las dejo a veces porque son distintas a las que presentan en la
televisión colombiana. Pero ayer, nota tras nota, me desbarataron el ánimo. Ese
ánimo de fin de semana que me saca la mente de los asuntos laborales y me lleva
a la banalidad de los oficios caseros y, con buena suerte, a las páginas de un
libro que no he terminado.
Eran noticias de las fronteras
del mundo. Primero, fue la visión de un hombre corriendo que llevaba en sus
brazos a un bebé recién nacido. Luego, un señor mayor mostraba la sangre en su
barriga, por un disparo de balas de goma de la policía. Había una cerca de
alambre de púas y alguien la reventó: mujeres con vestidos musulmanes llevaban
niños de la mano y lloraban ellas y todos corrían; los hombres cargaban morrales
y bolsas, la casa al hombro; un ejército, de caqui y boina, los perseguía para
devolverlos al antes de las púas, de Macedonia a Grecia. Pero no eran
macedonios ni griegos, eran sirios que ya habían atravesado el mar o las montañas y
necesitaban, en verdad necesitaban, llegar a Europa, para que ese bebé recién
nacido sobreviviera a la guerra y se alimentara de humanidad. En Macedonia no
los querían: el alcalde del pueblo por donde entraban dijo no tener cómo
atenderlos; los que huían alcanzaron a decir que no se quedarían, que solo iban
de paso. Un entrevistado puso las palabras mágicas: “En la guerra no se puede
vivir”.
La presentadora del noticiero anunció
tensión cerca de allí. Más de tres mil migrantes fueron rescatados en la costa
italiana del Mediterráneo. Llegaron con vida y sonrientes. La voz en off dijo
que procedían de países como Libia y también de Siria. Después recibirán balas
de goma en otra frontera en su camino al Norte, pensé. Las imágenes, muchas de
archivo, mostraban a médicos rubios atendiendo a niños morenos, de piel ajada y
ropa en hilachas. La voz en off dijo que todos ellos huían de la guerra. Eran
una masa de colores, de migrantes, en medio de una playa de gente uniformada.
Pensé en ese momento que ambas
noticias mencionaron a Libia, en el norte de África, y a Siria, en el occidente
de Asia, pero en ninguna se detuvieron a explicar el origen, el porqué. Así fue
como los conflictos de estos países se hicieron invisibles, sin importancia, como
si no se tratara de vidas humanas, de guerras cruentas, de coordenadas para los
libros de historia. Pero la mención a estas zonas ahora significaba algo porque
los migrados se veían como destructores de la tranquilidad de los hijos de
Europa. Y la nota siguiente, no sin antes ir a comerciales, mostró la
bienvenida alemana que les espera a estos seres que huyen: manifestantes que
dan miedo exigieron a sus autoridades, con golpes y gritos, que cerraran su
frontera a cualquiera que osara llegar. Un sociólogo consultado por el
noticiero dijo que esos manifestantes tenían mala memoria, y que el escenario
era idéntico al de hace 26 años, cuando cayó la Unión Soviética y Berlín tumbó
su muro para que los hermanos, antes separados, se pudieran abrazar.
La presentadora, de nombre alemán
y acento chileno, hizo una mueca de preocupación y le dio paso a la noticia
sobre otra frontera: Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, hizo un muro de
púas entre el estado Táchira y Colombia, ahí en Cúcuta, Norte de Santander. Esa
frontera está a 590 kilómetros del lugar donde ahora vivo. Allí residen algunos
de mis amigos y familiares. Las explicaciones del noticiero nuevamente fueron
escasas: el gobernante de Venezuela dijo que se trataba de una medida
preventiva para restablecer el orden, la paz y la tranquilidad en sus
municipios. Pensé de inmediato en la queja repetida que escuché el fin de semana
pasado, cuando estuve en Cúcuta y compré galletas de chocolate y fresa, de puro
contrabando. Los colombianos me dijeron que la ola de robos, atracos y
asesinatos en la ciudad era por culpa de los venezolanos que habían llegado en
los últimos tiempos, no tenían trabajo y querían dinero fácil. Quise indagar
más por los venezolanos, mencionados como masa uniforme de migrados, y nadie me
supo aclarar nada. Eran fantasmas que habitaban Cúcuta y solo se los reconocía
por el acento cantado y, así me explicaron, por ir en grupos para robar más
fácilmente. La noticia de la DW sobre el cierre de la frontera era aséptica: la
voz en off concluyó que en los próximos días se sabría de las consecuencias de
esta decisión política.
Apagué el televisor y ya no pude
sacarme esas fronteras de la cabeza. Se nos sale de las manos poder hacer algo,
para que todos puedan huir libremente, para que nadie tenga que huir.
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