Dos películas de mi país

Uno entra a la sala bregando a desprenderse de lo que leyó en la prensa, de lo que supo de Cannes. Y apenas empieza se concentra en un yo colectivo, en un nosotros colombiano. Y en El abrazo de la serpiente, el blanco y negro quiere ahogarte en un río amazónico; en La tierra y la sombra, la polvareda de la carretera te cubre los ojos, no te deja salir más de la historia. Sensaciones asfixiantes que vienen de lo exótico y de lo ya al parecer conocido.

Son dos historias distintas, pero cada una quiere hacerte sentir, busca que te escuches por dentro para saber cuál es tu banda sonora de la vida, espera que recuerdes tus sueños: sean con culebras espirituales o con caballos de un pasado mejor. En el nuevo cine colombiano, hay una tristeza sembrada en otro tiempo que ha ido floreciendo, aunque no te haga llorar; hay una sensación de adultez o de que por fin estás entendiendo lo que un día te dijeron que alguna vez entenderías.




Y allí, en la sala, donde todos parecen aterrados y no sabes si están viendo lo mismo que tú, quieres amar a los indígenas y a los campesinos de tu país, quieres reconocerlos en tu propia sangre y, en verdad, saber de su risa, de sus lágrimas y entender su lengua que no ha sido la tuya. Y no, las películas estas no son sobre la guerra de la que hablan en los noticieros… Son sobre las otras guerras que se libran en Colombia, en un lugar sin nación donde los campos de batalla lo abarcan todo, desde el paisaje de tu niñez hasta el último pensamiento de los hombres libres.

La pobreza, la dignidad, la fuerza del trabajo, la desazón, el para qué de cada día, la búsqueda de un viento que eleve la cometa, la lengua perdida de los ancestros, la terquedad, la yakruna de los sueños imposibles, la sangre de quienes compadeces y hubieras querido defender o pedirles perdón, el a pesar de todo, el continuar ahí en tu casa, en tu mundo, sin poder dejarlo jamás, así te vayas.


Me hizo feliz haber sentido a esta patria que no sé si querer o detestar. Me sacó una sonrisa que los nuevos cineastas, Ciro Guerra y César Avendaño, tengan más o menos mi edad y hayan podido aclarar las aguas de un sentimiento colectivo. Sé que no lo hicieron a propósito, que quizás solo querían contar una historia, pero tocaron fibras muy hondas de la personalidad de este nosotros que se ha ido cultivando en sufrimientos, guerras perdidas, paisajes resignados, infancias cortadas.  

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