Reclamo

Compras cuadernos con la esperanza de llenarlos. Los de rayas, los de cuadros minúsculos, con y sin margen roja a la derecha.

No te gustan los de pasta dura, pero te parecen bonitos. Son poco funcionales, se quedarían guardados, pues incomodan a tu izquierda y pesan mucho.

Los de tapas blandas son livianos y pueden doblarse, meterse en el samsonite y en la arhuaca, tal vez en el bolsillo del blue jean. Pero no suelen tener ilustraciones finas, solamente dibujos escolares, con robots de primaria y ositos de peluche.

Coleccionas libros en blanco y luego los olvidas. Se arruman uno tras otro y decoran esa repisa que tampoco limpias.

Pero una buena libreta merece un lapicero fino o un kilómetrico de sonido repetitivo y desesperante. De tinta negra, claro, porque tiene más dignidad a la hora de sellar tu torpe trazado.

Los bolígrafos también se secan y hasta se pierden en el préstamo de apuntar un teléfono. Parecen conspirar los objetos contra tu escritura. Y las ideas van y vienen. Sobre todo lo primero, y a costa de tu pereza.

Puede confundirse con paciencia, con esperar vivir un poco y tener algo de dinero. Crees que los cuadernos serán útiles cuando consumas el tiempo frente a ellos y de espaldas a todo lo demás. Te preguntas si eso sucederá un día. Si te levantarás directo al papel en vez de a la cocina. Si te dolerán las manos de tanto hacer relieves sobre las hojas en blanco. Si tus ojos comenzarán a confundir lo que ven y lo que sueñan.

El teléfono ahora interrumpirá tus votos de futuro artista. Volverás a la repisa empolvada, y a las vitrinas de los almacenes, para contemplar tus cuadernos. Tal vez tomarás uno y le pondrás tu nombre, si ya no lo has hecho. Lo olerás como haces con los libros nuevos. Escribirás en él una primera palabra, un sujeto seguido de un predicado, una atmósfera que tendrá personajes. Ellos actuarán para ti y tal vez tendrás un cuento.

Quedarás vacío de pequeñas frustraciones, por poco tiempo.

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