Oficio de muertos

El cementerio del barrio parece un barco. Hace poco le pintaron zócalos azules y le retocaron el blanco. También se asemeja a la decoración de un pastel de matrimonio. Creo que el sepulturero tiene moto, porque todos los días hay una de bajo cilindraje parqueada en la entrada. Debe subirla, cargada, desde la glorieta para poder guardarla. Lo grave es que hay escalas altas que lo obligan a esforzarse. A veces veo el cuadro desde el bus. Si pasara a las cuatro de la tarde tal vez vería algo diferente. No el esfuerzo del sepulturero, o del dueño de la moto, sino el de cuatro hombres que cargan un ataúd. ¿Cómo hacen para ir con el féretro escaleras arriba y no tropezar? Es la misma hora en que Medellín suele diluviar. El piso es de cemento áspero y por eso no resbalan. Tendrán práctica, quizás. Las mujeres, distintas cada vez, lloran igual y entonan mal las canciones para despedir a su ser querido. Ya las plañideras, si es que hay, no saben por qué más llorar, si cada tragedia se parece y hasta ha perdido la gracia. Pero el cementerio del barrio no es de funerarias ostentosas... Las que prestan el servicio terminan regalando flores o haciendo canjes con la parroquia, porque los fieles han sido pobres o no tienen quién responda. Es un asunto colectivo este de morir. Alguien tiene que ir a la misa, al entierro, a la canción final, y siempre hay gente, de riguroso negro y hasta mantilla, como en las viejas películas. Es circular el cementerio, con paredes, murallas dijo mi profesora, que terminan ladeándose hasta que se interrumpen y dan paso a una procesión. Y si fue difícil subir el cajón por las escaleras de entrada, más puede serlo el llevarlo hasta la cima de esa pared, ya montaña de huesos y flores de plástico. El lugar está limpio y huele a lo mismo que las escuelas de vereda: a prado fresco, cuidado con un aspersor, y a pintura de cal. Las oraciones, repetidas hasta el infinito, son cortadas por el grito de un huérfano adolescente o de un pedido de último minuto. Menos mal las canciones sí continúan su estrofa, a buen volumen, y los cargadores del féretro pueden coordinarse a la cuenta de tres o soltar una queja por el último empujón. Nadie los oye. Sudan y sus camisas blancas, arrugadas, tienen manchas. El de bigote ni siquiera conocía al que yace adentro con una camándula entre los dedos. Pero vino porque el cura lo mandó a llamar, le pidió el favor de que ayudara a esa pobre señora a enterrar a su marido. El muerto murió de vivo, del corazón, sin hacer mucho aspaviento. No se extendió en una larga enfermedad y así también fue sorpresivo. Más gente pudo haber venido. La capa de cemento fresco, repasada con espátula, ya tiene una marca contra el olvido: no sé sabe qué mano dibujó un corazón y escribió su nombre. El coro del llanto cobra fuerza. El entierro que acaba de concluir se encuentra con la romería que apenas entra. Es miércoles de muertos. El dueño de la moto ha tenido que moverla varias veces para no estorbar a los visitantes. Ellos bajan y ya no cantan, tampoco rezan. Algunos conversan, la viuda calla aferrada al brazo de una mujer más joven. Bajan las escalas con cuidado y traspasan el quicio de la puerta de entrada. El bus, San Javier 220, atraviesa la glorieta y deja chillar sus frenos.

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