Los mismos nueve

Su padre trabajó en el Municipio de Medellín y al jubilarse compró una finca en Sopetrán. Fue allí donde pasó muchas temporadas y empezó a formar su vocación. Le gustaba cuidar los animales y recorrer los caminos; era un arrierito de ocho años que venía del barrio La América, pero se sentía capaz de atajar el buey o acomodarle la carga como si lo hubiera hecho durante toda la vida. Luis Alfonso Giraldo, zootecnista egresado de la Universidad de Antioquia, recuerda con amor aquellos años porque ahora los vincula con su experiencia de investigar y enseñar todo acerca de los rumiantes.
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La oficina pertenece al Tribunal Superior de Medellín. Adentro es un lugar tranquilo, con un par de cuadros que llaman la atención; afuera hay abogados que se quejan del calor y caminan apurados. Quien la ocupa es el magistrado Orlando Gallo Isaza, presidente de la Sala Laboral y poeta de la ciudad. Las imágenes que lo acompañan en su cotidiano oficio de hacer justicia corresponden a una fotografía de Jorge Luis Borges en primer plano, tomada en Medellín, y a una de John Lennon con casco militar, posando en contra de la guerra de Vietnam.
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Escribe poesía, realiza documentales, compone canciones, hace esculturas, trabaja por los desplazados y, por si fuera poco, es médico endoscopista. A Alberto Botero Londoño no es que le sobre tiempo, pero todo el que tiene lo sabe distribuir entre estar con su familia, trabajar, ser artista y luchar por los derechos de las comunidades vulnerables.
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Una biblioteca le devolvió la esperanza de vivir. Sucedió en Andes cuando Alejandro Palacio era adolescente y estaba huyendo de la tristeza de la guerra que tocaba los barrios de Medellín. La casa del pueblo donde se estaba alojando con su familia tenía una placa en la entrada que le llamaba la atención pero no le decía mucho: “Aquí nació Gonzalo Arango”. En las tardes de horas perdidas, el muchacho visitó la biblioteca y comenzó a leer; encontró allí el tesoro guardado de los libros nadaistas y se entusiasmó con la poesía. No le era del todo ajena pues desde niño jugaba a combinar palabras e inventar estrofas.
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Viajaba de Nare a Puerto Berrío cuando la lancha naufragó en medio del Magdalena. Los ocupantes cayeron al agua, casi todos se sostuvieron de la embarcación y se salvaron. El asesor del sindicato, en cambio, se quitó los zapatos, se dejó llevar por la corriente. Un pescador lo rescató río abajo, un par de horas después, y ambos celebraron el suceso. Carlos Gónima López era de decisiones rápidas y buen conciliador.
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Su papá era el maestro de música Jaime Santamaría, quien había enviudado y quería para sus tres hijos un buen futuro, tal vez verlos como profesionales al servicio de alguna empresa tradicional. Por eso el día en que se dio cuenta de que Gabriel Jaime, Antonio y Pedro se encontraban atrincherados en un laboratorio de la Universidad de Antioquia, en medio de una protesta que ya llevaba varios días, decidió ir a buscarlos personalmente. Con lágrimas en los ojos le dijo a un comandante del Ejército que llamara por megáfono a sus muchachos. Gabriel Jaime, como era el mayor, tuvo que ir primero a enfrentar a su papá, pero los dos menores lo siguieron por órdenes militares. Así, salieron abucheados del laboratorio y además reseñados del Alma Máter.
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Cuando “José Ocampo” era niño, bajaba y subía lomas para vender pan entre Loreto y Manrique. Tenía ocho años y recorría la ciudad para ganarse la vida, pues su padre le decía que si quería comer y dormir en la casa debía ayudar con el sustento familiar. Su mamá, sin embargo, le insistía en que siguiera estudiando, así fuera en las noches.
El niño, que era el quinto de diez hermanos, no se llamaba José Ocampo. Ese apodo vino muchos años después. Su nombre verdadero era Jaime Álvaro Fajardo Landaeta, a quien también conocerían como Pipelón y Chamizo en las filas del Ejército Popular de Liberación, EPL.
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La jubilación lo alejó de las aulas pero el tiempo libre lo acercó a las sillas y a las mesas. De físico estudioso pasó a ser carpintero autodidacta y hoy sus días transcurren en el campo, repasando manuales de instrucciones, cortando tablas para fabricar muebles que terminará regalando.
Lorenzo Miguel de la Torre vive en El Retiro desde hace años y sólo baja a Medellín para comprar herramientas o reunirse en alguna pizzería con sus viejos amigos de la universidad. Con ellos ya no habla de física, más bien recuerda anécdotas o comparte sus lecturas. Es un hombre que piensa cada palabra antes de decirla, pues quiere hacerse comprender como lo haría un buen docente.
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Una guerrera se ha rapado la cabeza y ahora expresa en la mirada una fuerza confundida con deseo de venganza. Sostiene una bandeja, tal vez una embarcación, llena de corazones sangrantes, atravesados por dagas, flechas y crucifijos. El mar, la luna, algunas mariposas y un monstruo mitológico completan el cuadro. La guerrera, con una estaca en el pecho, sobresale en su pedestal de virgen iluminada por el fuego.
La obra hace parte de la serie Damas de silencio, de la artista María Soledad Londoño.
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Los perfiles de estos personajes pertenecen al libro Espíritus libres II (2012), editado por el Programa de Egresados de la Universidad de Antioquia.

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