Victoria

Fuiste al almacén del centro, por el que siempre habías pasado, y compraste un abrigo de invierno. Lo necesitarás en algún momento. ¿Habrá nieve cuando llegues? Seguro que no, es apenas agosto. El tuyo no era cualquier abrigo, era, tenía que ser, el que habías visto tantas veces: azul oscuro, de una tela parecida al terciopelo, de cinturón ancho, con botones metálicos pero sutiles, sin bolsillos, largo channel.

Elegante, pensabas un día. ¿Lo podrás usar con pantalones? Sí, quedará bien. Nadie te notará. Serás un abrigo más en la percha de un restaurante...

Te lo hubieras llevado puesto ese mismo día, aunque se viera ridículo en una ciudad primaveral. Pero no, es mejor cargar la bolsa de papel que da cierta dignidad. Si la sostienes en el brazo derecho, con cierta elegancia, tendrás la convicción de llegar a otro continente.

En el camino a casa dejaste atrás toda tu vida. Repasaste los 34 años que te han celebrado. Esconderlos está bien, pero a veces, cuando hay que reclamar algo, arrepentirse o gritarlos, es mejor echarlos en cara, pronunciarlos con todas sus sílabas, haciéndolos trizas. Las veces que has fracasado importan en esa milésima de segundo, después se convierten en las piedras que sepultarán tu pasado. Ellos escucharon, trataron de hablar y se los impediste, te miraron fijamente... No creyeron en tu decisión. Sin duda pensaron que no serías capaz, que la voluntad sería tu mayor freno. Como siempre.

Por eso les mostraste el abrigo. No solo los visos de su tela azul, sino también su etiqueta, ese precio que pagaste, como empeñando tu palabra. Sonreíste y te diste vuelta. No viste cuando ella frunció el ceño o cuando él cambió de canal en la televisión. Fue ahí cuando resolvieron dejarte ir. No fue un permiso ni una bendición; fue una despedida, una manera de sacarte de las fotos familiares.

Contaste los días y las noches en silencio, escribiste tus pasos en una libreta cuadriculada. Los trámites fueron un tamiz para apaciguar los nervios y también el ímpetu. Y una mañana, con adioses distantes y de rigurosa cortesía, saliste a buscar tu avión. Las manos te temblaban.

La nieve comienza a caer y es apenas noviembre. Dice tuesday en el calendario. Muchos abrigos has usado desde aquel que convertiste en símbolo de libertad. Lo llevaste encima como un luto constante, más parecido al destierro. Quedó raído de tantos días cortos y grises. Hoy caminas con prisa, sin falsas elegancias colgadas de tu brazo. Recuerdas esa última voz que escuchaste antes de partir al aeropuerto; esas palabras confusas que no dicen nada pero lo esbozan todo.

Las frases no te salieron cuando quisiste llamar por teléfono. ¿Había algo pendiente? Quizás no. Ningún reloj se detuvo, ningún perro ladró. Solamente te enamoraste y dos hijos te nacieron. Te hubiera gustado decirlo, mostrarlo, señalarlo con el dedo a quienes registraron tus fracasos. Ya no estás para esas guerras. Hoy quisieras que las partes de tu vida encajaran en un solo juego de fichas, que tu mamá conociera a sus nietos y tu papá saltara de la tumba para, al menos, intentar abofetearte.

Camina y abre tu paraguas. El plan que urdiste hace años se está cumpliendo como una vez lo quisiste. Olvida que a veces las lágrimas te hacen doler la cabeza. De nada sirve el sacrificio de quitarte los guantes en días de nieve.

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