Ellos, los académicos

Lo dijo un profesor que aparentaba ser muy cuadriculado: “Asistimos a la academización de la cultura”. Fue reconfortante oír su tono de sorna y la sonrisa burlona, aunque altiva, de los demás asistentes al coloquio. El profesor, no sé su nombre, preguntó, antes de esa frase, si la crítica de cine que se hizo durante la Posguerra y abarcó, más allá del lenguaje audiovisual, pensamiento filosófico y sociológico, ya no era posible en los periódicos y revistas de hoy. Añadió, entonces, a su inquietud: ¿Es culpa de los medios o del encierro de los académicos?

Siegfried Kracauer, escritor de obras como De Calgari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, fue un genio, un posible gran académico. A las películas que analizó durante años supo acomodar teorías de diversas ramas del saber social. Muchos estarían orgullosos; dirían, por ejemplo, que historizó con obras cinematográficas la ascensión del Führer y que supo exaltar la virtud “redentora” del Séptimo Arte por su forma y capacidad narrativa. Es, sin duda, un modelo a seguir para cualquier profesor bien titulado; hoy, sin sonrojarse, lo podrían llamar científico. Olvidan, sin embargo, que jamás dictó una cátedra universitaria. Lo imagino imposibilitado para pronunciar su apellido de un solo tirón, pues era tartamudo, una dificultad que bien fue capaz de compensar con saber escribir, incluso mucho mejor que otros resignados a las aulas de clase y a las disertaciones frente a súbditos aún carentes de luz.

De Peter Sloterdijk dicen que es un payaso por salir en la televisión alemana. Cada semana en un canal público, discute temas de alto vuelo en una especie de magacín llamado El cuarteto filosófico. Por supuesto no fue ahí donde expuso su teoría de las esferas, consistente en la trilogía Burbujas - Globos - Espumas, que lo explica todo —¡todo!— como parte de círculos encerrados cada vez más complejos y a punto de reventar. Este autor sin cara de talk show tiene palabras claras para los problemas del fin del humanismo, como lo ha planteado en muchos ensayos. No quiere alardear de su complejidad teórica, y por eso se acerca a la caja boba, lo que sus colegas de refinado acento no le perdonan. Los académicos, siempre parloteando, recelan que se haga entender e, incluso, tenga audiencia.

A Antón Chéjov, un escritor que llamaba a la medicina su esposa y a la literatura su amante, no le creen que haya gastado muchos zapatos haciendo etnografía. La isla de Sajalín, su pretendida tesis acerca de la salud pública en una colonia penitenciaria, no es para los antropólogos una postura científica. Es, tal vez, la divagación de un cuentista en su año sabático. En realidad, y para saldar cuentas, es mejor que sea apenas un viaje profundo, no apto para la ciencia. Que los autorizados etnógrafos nieguen los descubrimientos “chejovianos” acerca de la enfermedad del alma humana en territorios de destierro; es más, que no lo miren como autor y mejor se olviden de su texto. En los felices ámbitos no académicos, otros disfrutaremos de su teoría bien convertida en un escrito narrativo de alta calidad, fácil entendimiento y, gracias a Dios, muy disfrutable.

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