Vecino

Los sobres de cobros jurídicos se arruman junto a la alfombra de su puerta. Lleva muchos meses sin pagar. Se llama Horacio Fernández. Vive, o vivía, en el 6. No recoge la correspondencia desde hace tiempo y ya a los vecinos les comienza a extrañar. Cada vez que se tropiezan contra ese desorden de hojas de colores —azules las de cortesía y rojas las de amenaza—, imaginan toda clase de novelas. La verdad es que han disfrutado con su ausencia. Quienes no lo conocen mucho creen que está de vacaciones en alguna chacra, que, podría ser, un hijo se lo llevó para que tomara aire fresco y descansara del ruido de la avenida. Quienes nunca lo quisieron anhelan que les llegue olor a podrido y un día la policía descubra que su cadáver se ha caído del sofá.

Horacio Fernández ponía el televisor con todo el volumen posible. Le gustaban los canales de noticias interminables y repetidas. Titulares sangrientos, voces de manifestantes y música vertiginosa que anunciaba los sucesos más urgentes. Día y noche la bulla era infernal: respuestas de futbolistas tras un fracaso, anuncios de teléfonos celulares, locutores enardecidos por el último minuto, payasos describiendo la escena de una niña muerta.

No le conocían mascotas que emitieran sonidos capaces de competir con el aparato de turno. Alguien temió por la suerte de un posible pez que tal vez estuviera nadando hambriento en una vidriera llena de hongos.

Cuando el ascensor de jaula pasa por allí, Horacio Fernández debe aparecer; por supuesto no como un fantasma, sino como alguien más que puede lentamente correr la reja y abrir la puerta para salir o entrar al ascensor. Debería hacerlo. No ha dejado de habitar el edificio porque doña Ana María, la esposa del encargado, dijo hace una semana que las expensas estaban al día. Alguien tuvo que pagarlas. Mientras tanto ya hay quienes se aprovechan y lo usan de pretexto para asustar a niños desobedientes.

La verdad es que pocos se acuerdan de él. No es un tema común en los escasos encuentros de vecinos. Es solo que a veces esos papeles ahí enredados en la alfombra estorban más a la vista que a los pies.

Al volver recogerá su desorden y encenderá nuevamente el televisor hasta cansar a todos en apenas un día. Si lo encuentran en un pasillo, nadie se atreverá a reclamarle silencio... Está claro que no oye. Pero levantarán las cejas a manera de saludo, o si el día está soleado y el ánimo lo permite, alguien le subirá los paquetes al viejo ascensor y él ni lo determinará.

Sus vecinos volverán a olvidarlo en poco tiempo. La historia perderá interés para ellos y nada llegará a saberse. Si se lo comen las hormigas o un pez flota podrido en el agua turbia de una pecera, ya no será un motivo para charlar junto a la puerta. Horacio Fernández tarde o temprano se incorporará al paisaje del edificio, de la avenida, como un ladrillo tapado con cemento y listo para pintar.

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