En primavera

Por Antón Chéjov

La nieve aún no se derrite, pero el alma grita saludando a la primavera. Quien haya tenido alguna vez la experiencia de recuperarse de una enfermedad grave, conoce aquel estado beatífico en el cual el corazón está lleno de presagios, pero uno sonríe sin el menor motivo. La naturaleza da la impresión de estar atravesando tal experiencia en estos instantes. La tierra está fría, el barro y la nieve chapotean bajo los pies, y sin embargo, ¡cuánta alegría, dulzura y gracia hay en la atmósfera! El aire es tan claro y transparente que si uno trepara a un palomar o a un campanario podría ver, según parece, el universo entero, de un extremo al otro. El sol brilla con intensidad, sus rayos sonrientes juegan en los charcos con los gorriones. El riachuelo despierta, se hincha y se vuelve obscuro; cualquier día de estos empezará a rugir. Los árboles, aunque desnudos, dan señales de vivir, de respirar.

En épocas tales es bueno coger una escoba o una azada y empujar el agua lodosa hacia las cunetas, botar barcas y cavar con los pies el terco hielo. También es bueno perseguir pichones hasta verlos desaparecer en el cielo, o subir a los árboles y atrapar estorninos. De hecho, todo es bueno en esta feliz temporada, especialmente si uno es joven y ama la naturaleza, si no es temperamental o histérico, y si su empleo no lo confina entre cuatro paredes de la mañana a la noche. Pero no es bueno si uno está enfermo, se consume de fastidio en una oficina o tiene alguna relación con las musas. Sí, en primavera hay que evitar cualquier contacto con las musas.

¡Qué bien, qué espléndidamente se sienten las personas sencillas! He aquí al jardinero, Pantelei Petrovich, tocado prematuramente con su ancho sombrero de paja, e inseparable de la pequeña colilla de puro que recogió del sendero esta mañana temprano. De ie frente a la ventana de la cocina, los brazos en jarras, narra a la cocinera cómo se compró ayer un par de botas, y su larga y estrecha figura, que le ha ganado el sobrenombre de “Habichuela”, expresa dignidad y satisfacción. Su actitud hacia la naturaleza es de superioridad. Hay algo posesivo, dominante, incluso desdeñoso, en su mirada, como si al descansar en su invernadero o laborar en el jardín hubiera hecho algún particular descubrimiento sobre el reino vegetal, algo previamente desconocido para el mundo. Sería inútil explicarle que la naturaleza es sublime, formidable, y abundante en prodigiosos milagros, ante los cuales el hombre más orgulloso debería inclinarse. Cree saberlo todo, conocer todos los misterios, encantos y milagros; para él, la adorable primavera es una esclava idéntica a su flaca y demacrada esposa, que está en el cobertizo junto al invierno, dando a sus niños sopa de vigilia.

¿Y el cazador, Iván Zajarov? Envuelto en una chaqueta gruesa y raída, y con unos chanclos por todo calzado, está cerca de las cuadras, sentado sobre una barrica y fabricando un taco para su escopeta con un corcho viejo. Se prepara a salir de cacería. Cerrando los ojos, visualiza el camino que tomará, las veredas con agua bajo la nieve, los arroyos; ve una larga y recta fila de esbeltos árboles bajo los cuales se detendrá, sosteniendo el arma, aguzando el sensible oído y tiritando por el aire vespertino y por la agradable emoción. Imagina que oye el chirriar del gallo silvestre, el repicar de campanas que anuncia el fin de las vísperas en el monasterio vecino... Todo está bien para él; es, inconmensurablemente, irrazonablemente, feliz.

Pero ahora echemos un vistazo a Makar Denísich, el joven que trabaja para el general Stremijov como secretario y subadministrador de la hacienda. Gana dos veces más que el jardinero, usa pechera blanca, fuma tabaco de dos rublos, está siempre bien vestido y bien alimentado, y cada vez que se encuentra con el general tiene el placer de estrechar su mano blanca y rolliza, con enorme anillo de diamantes. Mas a pesar de todo esto, ¡qué desdichado es! Siempre está con sus libros; sus suscripciones a revistan importan veinticinco rublos; y escribe, escribe... Escribe cada tarde, escribe cada día después de la comida, escribe mientras los demás duermen, y esconde todo en su gran baúl. En el fondo del baúl están sus pantalones y chalecos, meticulosamente doblados; sobre ellos, un paquete de tabaco con el sello intacto, diez cajas de píldoras, una pañoleta escarlata, un jabón de glicerina envuelto en papel amarillo y otros objetos diversos. Semioculta en un rincón, hay una pila de hojas cubiertas con su escritura, junto con dos o tres ejemplares de Nuestra Provincia, revista que le ha publicado cuentos, y correspondencia.

Todo el distrito lo considera un hombre de letras, un poeta. Lo miran como a alguien fuera de lo ordinario, pero no lo estiman. Todos dicen que hay algo raro en la manera como habla, en la manera como anda y como fuma.

Un día, llamado como testigo a la corte del distrito, dijo impulsivamente que su ocupación era la de escritor, y en el acto se sonrojó como si lo hubieran sorprendido robando gallinas.

Helo aquí, caminando lentamente por el sendero, con un sobretodo azul, un sombrero de peluche y un bastón... Da cinco pasos, se detiene y mira al cielo o a una vieja urraca posada en un abeto.

El jardinero se para con las manos en las caderas, el cazador sonríe insolente, pero Makar Denísich anda encorvado, tose con timidez y tiene una expresión de malhumor, como si la primavera pesara sobre él, sofocándolo con su belleza. Su alma se desborda de cortedad; en vez de exaltación, alegría y esperanza, la primavera engendra en él deseos vagos y molestos. Y ahora camina de un lado a otro, incapaz de decidir qué es lo que desea. Y, en verdad, ¿qué desea?

—¡Ah, buen día, Makar Denísich! —oye de pronto la voz del general Stremoijov—. Conque, ¿no traen el correo todavía?

—Todavía no, excelencia.

Makar Denísich examina el carruaje ocupado por el alegre y robusto general y por su pequeña hija.

—¡Maravilloso clima! ¡Todo un día de primavera! ¿Dando un paseo? ¡En busca de inspiración, supongo!

Pero en los ojos del otro, Makar Denísich lee: “¡Tipo sin talento! ¡Mediocre”.

—Ah, muchacho —dice el general tirando de las riendas—, ¡qué bella cosita leí esta mañana, mientras tomaba mi café! Una insignificancia de sólo dos páginas; pero, ¡qué encanto! Lástima que no sepa usted francés; se la daría para que la leyera...

Apresuradamente, a tirones, narra la pequeña anécdota, mientras Makar Denísich escucha incómodo, sintiendo como si él tuviera la culpa de no ser el francés que la escribió.

“¡No comprendo qué le encuentra a eso!”, piensa al ver alejarse el carruaje. “Es vulgar, trillado. Mis cuentos tienen mucha más substancia”.

Se encuentra roído por la envidia. El egoísmo de autor es una enfermedad del alma; quien la contrae ya no oye el canto de los pájaros, ni ve la luz del sol ni la primavera; con sólo tocarlo levemente en su punto débil, todo su organismo se contrae por el dolor. El contaminado Makar prosigue su camino, y atravesando una verja sale a la carretera lodosa.

Un alto coche pasa al galope; en el interior, brincoteando, va el señor Bubentsov.

—¡Qué tal, autor! —grita.

Si Makar Denísich fuera solamente un secretario o un subadministrador, nadie se atrevería a hablarse en ese tono despreocupado y condescendiente, pero es “un escritor”, es un tipo sin talento, un mediocre.

Las personas de la calaña del señor Bubentsov no entienden de arte, y se interesan aún menos en él, pero en lo que se refiere a la carencia de talento son despiadados, inexorables. Perdonarían a cualquiera excepto a Makar, el infortunado excéntrico cuyos manuscritos yacen en un baúl.

El jardinero quebró cierta vez una antigua mata de caucho, y dejó pudrir varias plantas costosas; el general nunca ha hecho otra cosa que vivir de los demás; el señor Bubentsov, cuando era juez de paz, celebraba audiencia tan sólo un día al mes, y en tal ocasión tartamudeaba, decía toda clase de absurdos y convertía la ley en un enredo. Todas estas cosas han sido pasadas por alto y perdonadas, pero nadie puede perdonar, nadie puede quedarse callado si tropieza con el escritor sin talento, autor de medianos cuentos y poemas: todos tienen que decir algo ofensivo.

Nadie presta la menor atención al hecho de que la cuñada del general abofetee a su criada, y cuando juega a las cartas se porte como una lavandera escandalosa; de que la mujer del párroco nunca pague sus deudas; de que el terrateniente Fliugin le haya robado su perro al terrateniente Sivobrakov; pero cuando no hace mucho Nuestra Provincia rechazó un cuento de Makar, el asunto se propagó por el distrito entero y ocasionó puyas, incesantes habladurías e indignación. Ahora, todo el mundo llama al joven “Macaco”.

Si hay algo mal en el modo como alguien escribe, la gente no trata de explicar por qué “no está bien”. Dicen simplemente:

—¡Ese hijo de perra ha escrito otra tontería!

La idea de que no lo comprendían, de que nadie quería comprenderlo, ni hubiera podido, impedía a Makar disfrutar de la primavera. De algún modo, le parecía que si lo comprendieran todo sería perfecto. ¿Pero cómo podían comprenderlo, ya fuera o no talentoso, si jamás leían nada, o leían únicamente lo que no valía la pena leer? ¿Cómo podía Makar hacer que el general Stremoijov comprendiera que su famoso cuentecillo francés era insignificante, pedestre, banal, trillado? ¿Cómo, si el general nunca leía más que ese tipo de cosas?

—Y las mujeres..., ¡cómo lo irritaban!

—Ah, Makar Denísich —le decían—, ¡lástima que no estuviera hoy en el mercado! ¡Si hubiera usted visto qué pelea tan chistosa tuvieron dos hombres, de seguro la habría escrito!

Todo esto era mezquino, desde luego, y cualquier filósofo lo habría desdeñado, pero Makar estaba como sobre carbones ardientes. Se sentía huérfano, abandonado, con una soledad que sólo conocen los solteros y los grandes pecadores. Ni una sola vez en toda su vida se había parado con los brazos en jarras, como el jardinero. Ocasionalmente, quizá cada cinco años, en el camino, en el bosque o en un vagón de ferrocarril, conocía a otro infortunado excéntrico, y mirándose fijamente a los ojos, ambos se alegraban un rato. Luego, venían largas pláticas, discusiones; se dejaban llevar por su recíproco deleite y reían tanto que cualquiera que los viese podría pensar que estaban locos.

Pero, en general, ni aun tales momentos preciosos quedaban sin mancha. Primero, en son de broma, Makar y su nuevo conocido negaban cada uno el talento del otro, incapaces de aceptarlo; luego, surgían la envidia, el odio, la cólera, y ambos se despedían como enemigos.

En esta forma, la juventud de Makar languidecía y se gastaba, sin alegría, ni amor, ni amistad, sin paz interior, sin ninguna de las cosas acerca de las cuales le gustaba escribir durante sus momentos de inspiración vespertinos.

Y la primavera transcurría.

***

(21 de septiembre del 2011, Buenos Aires, Argentina)

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