El Gatopardo

Su última bocanada de aire fue una novela escrita a mano. La respiración acelerada lo hacía sudar cada mañana porque su personaje lo aguardaba, casi lo atormentaba, para que continuara con la historia. El príncipe siciliano debía recorrer paisajes en un coche tirado por caballos, atravesar la enorme franja de tierra amarilla y sol canicular que lo separaba de su destino literario. Y cuando no era el príncipe, entonces el afán era una especie de repulsión contenida, diría vómito pero la palabra es fea aunque conserva la urgencia. Debía poner un pie en el piso, acercar las pantuflas a tientas y continuar hacia la vida vertical. Mañana, noche o tarde, el escritor no lo sabía, su tiempo estaba en otra época, trastornado por el pasado que como un cedazo juntaba los recuerdos, suyos y ajenos, y los hacía deslizarse hasta un espacio casi desdibujado en el papel.

Una vez avanzaba su jornada, el hombre miraba de a pocos su espejo, ese de cuerpo entero, vidrio ennegrecido y marco oxidado en el que hablaban sus memorias. Pero la novela no era solo su voz enredándose en la vejez de alguien, era la voz de otros, el abuelo quizá, la amante tal vez, el relato aquel que alguien le contó a un otro más. Debía seguir su frenética carrera por atrapar en instantánea lo que se presentaba patéticamente ante sus ojos.

La alucinación de la muerte, esa bella muchacha que venía a besarlo abriéndose paso por entre los familiares, fue la que le erizó los vellos de la nuca. No sabía ya si era la visión del príncipe moribundo o si era la suya propia, la que lo apuraba a continuar la línea de letras, y casi lo regañaba insistiéndole en que si se detenía iba a caerse de la silla, en la más tonta de las escenas reales que sin duda causaría risas y pesar a quienes la oyeran como el último minuto de su estadía en la tierra.

Paciencia, calma, que la historia está en tu cabeza, en la punta de tus dedos. Los fantasmas esperarán y te acompañarán como centinelas en los días y noches que dure la espera. El príncipe será un buen ancestro y cuidará tu mano para que llegues al punto final. No es un cuento de hadas, no te confundas. Es la simple perennidad de todo lo que estás experimentando, el vacío adonde no llegan los recuerdos y adonde las tumbas se las traga la tierra sin guardianes que las cuiden o vayan a ponerles flores. Nada te quedará, y lo sabes. Dejarás huesos y vísceras, y un triunfo: pedazos de tu mente que se conservarán tranquilos en viejos estantes de biblioteca que alguien se cansará de limpiar. Pero tendrás para entonces la llave que cierra tu memoria: la historia de quienes te antecedieron y te legaron, entre muchos objetos inútiles, títulos nobiliarios, un fino humor y la figura de un perro disecado.

Don Giuseppe ha acabado por fin su obra. La ha dejado reposando en el escritorio del cuarto contiguo a su aposento. Cumplió el pacto. Ahí guardó con letras temblorosas la adornada vida del príncipe Fabrizio, un nombre ficticio para su propia carne. Dejó para otros las estampas de Tancredi, Angélica y Concetta. Él las vio todo el tiempo pero nunca podrá repasarlas: quitarles o agregarles rasgos. Lo que estuvo ya quedó, pues es tarde. Una bocanada de aire es apenas la intermitencia de un segundero, o el tranquilo movimiento de un parpadeo. Lo que en su mirada abarcó un siglo es ya el fin de un suspiro. La muchacha ha terminado de abrirse paso y el beso se ha vuelto alivio.

Adiós, Fabrizio. Adiós, Giuseppe.

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