Una piedra

Estaba ahí, tirado en el piso. Las personas habían caminado sobre él. Nadie se dio cuenta porque apenas respiraba. Creían que era una piedra y las piedras son macizas, fuertes: nada les hace daño. Él desde el andén miraba al cielo y encontraba la lluvia pegándole en su cara. Yo lo miraba desde el otro andén y también creía que era una piedra. Una piedra grande que nada tiene que hacer en un andén. Me preguntaba en dónde había estado esa piedra antes de llegar rodando o tal vez por culpa del pie de un niño que sueña con ser futbolista.

Era viernes. Todos los días la piedra estaba ahí, como esas piedras que nunca se mueven por sí solas. Yo siempre caminaba por el otro andén: esa era la ruta entre la universidad y mi casa. Llevaba mi morral lleno de libros y quise una tomar una cerveza para no pensar tanto en las lágrimas y en esa vida que tantas veces pasó a mi lado sin que pudiera verla. En ese momento yo creía que el mundo era un lugar que sin gente sería hermoso. Y las piedras no tenían para mí la culpa de nada. Crucé la avenida. La vida como siempre era mi propio problema. La cerveza estaba helada y el primer sorbo fue demasiado rápido. Mi garganta se sentía aprisionada por tanto líquido, tan frío, que un dolor que bajaba desde el cuello y se acomodaba en el pecho, justo antes de llegar al estómago, casi no me deja en paz. Hasta la cerveza, el alivio de las cinco de la tarde, se me había convertido en un sabor difícil de sentir. En ese sorbo lleno de burbujas y de color amarillo me vi como una piedra a la que la lluvia golpea con sus gotas, puñetazos fríos que no queda más remedio que recibir. Mi cerveza llegaba al final y yo miraba fijamente la piedra que ya no me parecía una piedra. Afuera, como casi todos los días de ese año, llovía. El agua estaba empapada del humo de los buses y del olor de la gente que a esa hora sale de trabajar y de estudiar.

¡No era una piedra! Un muchacho con el pelo largo y descuidado le pasó por encima y la piedra despertó. Yo no podía creer lo que veía. Una nueva cerveza tomada con cautela me decía que todavía yo no tenía la percepción alterada, que, claro, eso no era una piedra. Eso era él. Y nadie más lo supo hasta ese momento. Dejé mi morral cuidando a mi cerveza y a un libro que yo decía estar hojeando. Caminé deprisa para entregarle mi mano para que por fin pudiera ponerse en pie. No sé cuántos días habían pasado. Él me sonrió. Su ropa oscura, sus gafas oscuras, de las que esconden la tristeza, mi defecto visual y tantos días llenos de costumbre me habían hecho pensar en una piedra. También le sonreí. Fui por mis cosas y empezamos a caminar. Le dolía el cuerpo por tantas suelas de zapato apoyadas en él con indiferencia. Le costaba trabajo moverse y yo no podía ver sus ojos detrás de las gafas oscuras. Entonces lo tomé de la mano izquierda y me volvió a sonreír. Llegamos hasta la estación del metro y fuimos hasta su paradero. Lo vi desaparecer por las escaleras. Iba con el paso lento y con la cabeza agachada. Ahora a él le daba miedo volver a caer y ser de nuevo un adoquín en el andén. Mi tren, el que iba para el norte, llegó y lo deje pasar. Me senté en la estación. Hacía rato había oscurecido. Pensé en él y en su dolor. Había alguien en la tierra que me necesitaba y que le dolía el alma algo más que a mí. Yo necesitaba compañía y una piedra llamó mi atención. Como el día y la noche cuando conversan mientras dura el eclipse. Pasó un segundo tren y me subí. El morral me pesaba demasiado. Los días siguieron y él y yo dejamos de ser piedras mal acomodadas en medio del andén. Nuestro andén ya es el mismo.

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