Gatos

Los miro jugar y me sorprende su conciencia del mundo, de mí mundo. Pelean, se rascan, se lamen, ella lo amamanta, él le busca la teta. Un niño que quiere ser hijo y una niña que quiere ser madre. A veces se desesperan mutuamente, no se hallan. Quisieran que el otro no existiera y ser únicos para las caricias que les prodigo. Me hacen pensar.

¿A cuál quiero más? ¿A ella que llegó primero a mi vida? ¿A él que aún duerme cómodo entre mis manos? No sé. Los dos me enseñan asuntos que ni ellos mismos saben con certeza. Sobre el amor. Sobre el juego. Sobre la vida. Sobre la niñez. Sobre la libertad. Sobre la indefensión.

Mis gatos, ella de 7 meses y él de 2, la una gris y el otro rubio, parecen experimentos andantes de cómo funcionan mis sentimientos. Cómo reacciono ante sus estímulos y de qué forma atrevida quiero detener el tiempo para que no crezcan, para que no enfermen, para que no mueran, para que me quieran siempre. ¿Necesidad de afecto? Sí. ¿De darlo o recibirlo? Ambas.

Importa aquí el anhelo de llegar a casa para hablarles como se le habla a un niño y contarles mi día, para sobarles el cuello y el pecho y cargarlos y aferrarme más a sus escasas vidas: dos de ellos y doce mías.

A veces reparo en lo blando de sus patas, colchoncitos de ternura que protegen las uñas filosas que pueden lastimarme. Las rayas en sus lomos, las orejas altas y esos ojos gigantes que no sé qué me dicen. Anatomías hechas para que un humano los consienta.

Mis niños buenos, mis niños lindos, mis niños necios, mis niños míos.

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