Todo héroe merece dos confites

Mis amigos estarían orgullosos de esta hazaña. Pablo, Checho, Mauro, Sara, Lina, Ángela, Sebas, Óscar… Ellos hoy dirían que soy una heroína porque salvé un parche como el que nosotros teníamos.

Al llegar a la casa me encontré una plata, cincuenta mil pesos en billetes de mil, dos mil, diez mil y veinte mil. Dinero, billullo, plata mojada porque un aguacero se derramaba sobre la ciudad desde hacía media hora. La tomé del piso sin creerme esa suerte de hallar una compensación de la vida en medio de semejante noche desastrosa. Día del amor y la amistad, todo el mundo con sus parejas, con sus tinieblos, y yo por ahí vagando en lugares equivocados, sin sexo, sin alcohol, y, lo peor, con lluvia y un poco de hambre. Cincuenta lucas bien habidas porque nadie se la pilló antes que yo.

Pero estaban al lado de un bus que cuadran en la acera de mi calle, así que el remordimiento me atacó un poco y pensé que le pertenecía al chofer de la ruta Pablado-Laureles: seguro llegó cansado, luego de un sábado maluco en las calles taponadas del Sur y el Occidente de Medellín, y botó el producido del día al bajarse del bus por el lado de la registradora. Ah, qué pesar, la mujer o el patrón lo deben estar matando, fue lo que se me atravesó por la mente. ¿Pesar? Y normalmente los detesto.

Entonces llamé a Lina para consultarle qué hacía y me quedé en las mismas. Intenté secar cada billete usando ropa sucia que tengo regada por todo el apartamento, pero el procedimiento me pareció demorado, inútil, así que dejé la plata en el suelo y mañana ya sabría: olerían como billetes de puerto húmedo pero podría deshacérseme de ellos en domicilios de leche y arepas o también en otros pasajes de bus.

Me asomé a la calle a ver si aparecía algún dueño pero nada, la misma lluvia y ni un alma. Me empiyamé con la ropa más cómoda y horrible posible, y estaba lista para dormir, casi con el control en la mano, cuando escuché el roncar de una moto de dos tiempos. Las odio, también a las de cuatro tiempos, porque pasan a mil por esta calle y me interrumpen alguna cosa: una llamada telefónica, los últimos cinco minutos de sueño por las mañanas y las teleconferencias de Skype cuando simulo que trabajo desde la casa. Pero bueno, el motorizado llegó a la puerta y tocó el citófono de un apartamento vecino. Por supuesto que noté que encima de mi piso había una fiesta: un par de personas fumaban en el balcón y los demás, supongo porque qué más, bailaban ese merengue de Ricarena que me niego a reproducir en texto. Uno de los de la fiesta bajó a abrir y ahí sí se esfumó mi hallazgo.

—Marica, boté la plata. ¿Vos no sabés qué se hizo?
—¡Cómo así, güevón! Yo ya te iba a marcar, ¿o sea que no trajiste el guaro?
—Nada, si no encontré la plata y me tocó devolverme. ¡Maldita sea! ¡Vida hijueputa!...

Y así siguieron hablando a los gritos, en mi puerta, como lo hacen todos los vecinos del edificio, pero esta vez insultándose y resolviéndome el único misterio que hizo interesante mi día de amor y amistad. Qué más iba a hacer yo, pues devolver la plata. Abrí la puerta y dije: “Yo la tengo. Espere”. El muchacho, todavía envuelto en el impermeable de motorizado, me miró como a la mismísima Virgen María, casi se arrodilla, y  me dijo: “¡Yo ya me había echado al dolor! Uy mujer, Dios le multiplique eso mil veces”. En mi pinta horrible de piyama cómoda y medias verdes, fui por la plata y se la entregué. Se le iluminó la cara como si hubiera presenciado un milagro y me entregó dos confites de los que dan en la esquina cuando uno paga cervezas.

Cerré la puerta con llave y sentí una especie de satisfacción mezclada con incertidumbre. ¿Era para comprar trago? Ah, qué bueno. Soy una heroína: salvé la fiesta que no me dejará dormir esta noche.

Y no me invitaron.

Me dieron dos confites.

Yo quería guaro. 

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