Carta a mi papá

Querido papá:

Ayer anunciaron el fin de una guerra, de una de las muchas guerras que hemos vivido en Colombia. Nosotros, nuestra familia, la hemos vivido sin padecerla, como una enfermedad de esas heredadas que en cualquier momento ha podido manifestarse. Tantas veces no nos dimos cuenta de que en este país corren ríos de sangre. Cada mañana agradecí a un Dios por no tener que estar en las calles y en los juzgados reclamando por un muerto de la familia, buscando una fosa, preguntando por un familiar caído en el monte.

Nunca me gustaron las armas. Quien tenga una entre las manos jamás podrá decirme una frase para que yo lo escuche. Pero papá, sé que las armas para muchos tienen sentido y, peor que eso, tienen historia.

A veces pienso que si yo hubiera nacido en otra época, antes (como quizás me correspondía), las montañas de Colombia, con un uniforme o con otro, hubieran sido mi destino. La vida me premió con otro momento del mundo y me llevó a estudiar para no querer jamás cargar un fusil o vestir una bandera ya gastada. Pero no renuncio a pensar, a entender lo que hemos sido como país, y a tratar de que algo sea diferente. Suena a bobería, a entusiasmo juvenil, pero es lo que me hace mover los pies cada mañana.

Lo que pasó ayer, cuando dijeron que en seis meses el acuerdo de paz estaría firmado, fue un momento realmente histórico. Naciste en el 42 y ese grupo que ayer le dio la mano al presidente de Colombia nació en el 64. Ellos, los que conocemos como malos, han existido por cincuenta largos años y podrían existir por otros cincuenta más. Pero dijeron que firmarán, y eso significa que dejarán las armas. Serán gente sin fusil. Y la guerra con ellos terminará, aunque queden otras guerras y otras personas y grupos a quienes culpar de cada dolor.

A mí me alegra la noticia, me llena el corazón de optimismo, porque ahora las FARC, sus miles de combatientes, serán ciudadanos, como nosotros lo hemos sido. Ya no volveremos a oír que las FARC pusieron un carro con dinamita en la plaza de un pueblo, o que las FARC secuestraron a un grupo de personas en una carretera central, o que las FARC encerraron a un pueblo durante una o tres noches.

Entiendo si no eres tan optimista como yo. Si acaso piensas que ellos y todos los malos deben pagar cárcel hasta morirse de viejos. Si acaso crees que hay grandes injusticias detrás de este pacto. No lo sé, no tengo una verdad para hacerte cambiar de parecer.

Te recuerdo llorando hace quince años, cuando despediste a tu hijo mayor, que se lo llevaban para el Ejército, a Arauca, una de las zonas más temidas y desconocidas del país. No puedo saber qué sentiste, cuál fue el miedo que te oprimió el pecho.

Puedo decirte que si las FARC dejan las armas, miles de familias podrán tener de nuevo a sus hijos en casa. Llegarán sin uniforme y sin armas, terminarán el arado y padecerán la próxima cosecha. Algunos engrosarán las filas de desempleados en las ciudades y los veremos cara a cara, sin reconocer en sus rostros el dolor y la maldad de otros tiempos. Serán muchachos, adultos, mujeres, padres de familia, por fin colombianos.   

Las víctimas que han dejado como grupo dicen, porque los he oído, que la cárcel eterna no los reconforta. Prefieren saber qué ocurrió, cuál fue la verdad de estos cincuenta años. Y es la verdad la que nos hará libres a todos, la que nos puede llevar a que alguna vez seamos hermanos. Y eso sí debe alegrarte: Colombia será un país menos dividido. Algunos, por supuesto, insistirán en el odio y querrán que el tiempo dé vueltas atrás. Yo a ellos no los entiendo. Cómo pueden pedir que no haya negociación, cómo pueden querer que más muchachos (nunca sus hijos) mueran en los campos, cómo es que claman que sigamos en guerra. No los entiendo, pero solo tengo argumentos, palabras, para repelerlos y, si me escuchas, para refutarlos.

Esto que siempre imaginamos y que nunca llegamos a tocar con las manos va a suceder. Son nuevos tiempos. Es el fin de una guerra larga, triste, que no nos permitió muchas cosas. Ahora tendremos que aprender a vivir aquí, juntos, con otras leyes, con muchas heridas, como hermanos que se han hecho daño, como iguales aunque nos creamos opuestos. Lo que está pasando nos reta a entender la historia, a aceptarla y a tratar de reescribirla.

Querido papá, lo último que quiero decirte es que si ellos deponen sus armas, ¿por qué no podremos nosotros deponer nuestro odio?

Celebra conmigo. 


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