"¡Ningún ser humano nace ilegal!"

Esa frase me tocó a la espalda varias veces en Alemania. Primero la leí en Berlín, en una reja del barrio Kreuzberg, donde había un altar de flores y velas con fotografías y cartas dedicadas a una mujer negra llamada Sista Mimi, que había sido líder del movimiento de refugiados y contra la deportación en ese país. Después, empecé a encontrarla estampada en camisetas y letreros de esténcil. Y por último, la leí multiplicada en decenas de carteles en las manifestaciones de Dresde, que durante diciembre del 2014 le dieron la vuelta al mundo por enfrentar a grupos de pacifistas con miembros de PEGIDA, una organización que dice luchar contra una tal “islamización de Occidente”.


Pensé en el peligro del odio durante estos días de furia. No había ocurrido la masacre de Charlie Hebdo ni se había desatado esa barahúnda de gritos de soy y no soy, que terminaron por develar el espíritu de muchos. En redes sociales, escenario de luchas y verborreas inútiles, reinventaron la diplomacia del pensamiento indeciso al concluir, palabras más palabras menos, que la masacre era terrible, terrible, terrible, pero quizás merecida. Me dolió la certeza de que el odio de unos o de otros, islamistas del extremo (aunque criados en Occidente) y patriotas furibundos (también criados en Occidente), ha calado en las mentes que debieron nacer sin ese “pecado original” después de las guerras largas, crueles y absurdas del siglo XX.

Me aferro a la frase de “ningún ser humano nace ilegal”, aunque para creerla, en estos días de odio, deba golpearme la cabeza contra muros ya caídos o mentirme como bien lo enseña este Occidente que me tocó en suerte. Pero me aferro a ella porque la vi grabada de forma indeleble en los ojos de los manifestantes de Dresde, que salieron a las calles para gritar contra una masa de mayor número y mayor poder de intimidación, para decirles, a esa masa de PEGIDA y al mundo que los vio en televisión, que están dispuestos a abrir las fronteras (aunque sean solo las de su pensamiento) para que más personas como Sista Mimi puedan andar por el mundo y escoger su lugar de residencia sin temer a la muerte, sin ser escrachados por practicar una fe, sin que sus hijos sean marcados como animales de granja en las escuelas. 

En Dresde, hubo un latido de corazón casi imperceptible; y pensé, sin entender mucho, que el mundo sigue con vida. ¿Habrá muerto junto a Charlie Hebdo?
















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