Ancla en Lisboa

Estoy en el barrio de Belém, en la montaña de Lisboa, al frente de un mar que aún es río y que no sabe nada de mí, ni que yo lo veo. La cerveza-cerveja Sagres es salada, sabe a estuario, y la sorbo queriéndome guardar ese gusto, esa sal, en el fondo de mí. Hasta aquí me trajo Pessoa, no, él no, fue Caeiro, ese poetica agazapado en un traje de contabilista. Antes de él, de sus pequeños desasosiegos, Lisboa no existía para mí. Era una película, una tarde de sábado en la que no tenía nada para hacer y puse el último dvd que encontré en el cajón. No recuerdo la historia pero las callecitas de la ciudad y esa música melancólica de MadreDeus se me clavaron durante semanas en el revés de los párpados. Lisboa era, pues, un pueblo de campesinos pobres al pie de un río, un lugar para escribir poemas o cantar música de gente triste. El río Tajo-Tejo-Tagus, que con el Duero, el Guadiana y el Guadalquivir son los que recuerdo del bachillerato bien trazados en la península Ibérica. Y aquí Lisboa es todo en mí, me sobrepasa su idea, la voz que recorre sus calles de piedra, esa viejecita de traje negro que ahora cruza la avenida a paso lento, muy lento; carga un canasto pesado y el invierno va con ella. Este invierno de viento frío y sol, por Dios, sol. Esa viejecita es Lisboa en mí, así pasa frente a mis ojos, y se me mete por dentro hasta morirse de lo viejecita, de su dulzura, de asentar pasos lentos, de memoriosa que es, que la veo, como si supiera la historia de todo, la vida de todos. Se me queda Portugal completo dentro de mí, habitándome, esta costa de gentes antiguas que ahora vienen y van del mercado, allí en Perseverancia, aquí al pie de Belém. Y me tomo mi Sagres para apaciguarme un poco, para no cargar con ellos los canastos, para olvidar al pobre de Caeiro, tan atormentado, tan poquita cosa que los números no le bastaron. Caminé y el piso de piedras blancas me hizo caer. Resbalé y temí que de mi rodilla brotara sangre y esta rodara por el suelo de Lisboa, quise que ocurriera, que me sembrara yo en este suelo con ese pensamiento que puedo todavía escribir, contar, contener. Soy mi sangre derramándose en la calle asoleada. La gente habla en español, no, en un español extraño, en portugués, como al llegar a América sus navegantes encontraron que nadie habla lo mismo que yo, así estoy yo ahora, que descubro esta tierra mía y creo que entiendo, pero al final no, los oídos me mienten. No descifro su lengua ni lo que pueden decir los niños, la viejecita que cruzó la avenida, el conductor del bus del otro día, el tipo que me vendió la cerveza… No sé qué pensamientos verterán en las palabras los portugueses de Portugal, de Lisboa. No sé si la magia de Lisboa los acompaña, como a mí que no entiendo, o si les es ajena; no sé si ven lo que yo veo en el resplandor amarillo-amarelho de ese río, de esas calles dibujadas de blanco y negro en roca calcárea. ¿Saben los lisboeños, lisboenses, lisboetas, que viven en Lisboa? ¿Vieron a Caeiro pasar con su maletica de contabilista miserable? ¿Comprenden el sentimiento del desasosiego? ¿Les sabe también a sal, a estuario, la cerveza si de todos modos la llaman cerveja?

Vine aquí para levantar, levar se dice, un ancla, un ancla mía que vive conmigo, que me pone a sufrir y me hace agujeros finos en el alma (un estómago, una úlcera, un ovario, el tímpano, la rodilla sangrante). Recorrí primero como turista las calles queriendo destrabar una madeja, subí a buses de dos pisos y escuché atenta las instrucciones del guía en el canal 4 del radio del tour. Pero me quedaba boba mirando una fachada, un limón brillante en lo alto de la terraza, las palomas, pensaba en esas plazas solitarias, heladas, y hermosas, donde alguien (un político, un abogado sosesagado) hizo erigir alguna vez una estatua y una fecha, sin saber que un día yo pasaría por allí y miraría el cuadro perfecto para tomar la foto, aunque sin gente a mi alrededor, sin esos turistas que estorban, como yo que vivo estorbándome, que quieren también quitarse alguna ancla antes de volver a sus pequeñas oficinas, donde leyeron la Lonely Planet, y ahora están ocupados, miran arriba y abajo, arriba a una estatua del Marqués de Pombal, que hizo tantas cosas por Lisboa y yo no me sé ni una, y abajo al mapa, al Trip Advisor de letras diminutas para encontrar el nombre de una calle o el punto preciso del WC, el más visitado por los turistas aunque hablen cualquier idioma. Casa, parque, calle, pared, enredadera seca de invierno, losa a punto de caer sobre un Caeiro de hoy, café donde Pessoa tomaba café (o sería Sagres), arco de militares orgullosos, símbolos de navegantes que mataron indios en ultramar, donde yo vivo que es un ultramar. Y acaba el recorrido del bus de dos pisos con el viento helado en mis orejas; me bajo para tocar tierra firme y encontrarme otra vez con mi Lisboa, que se me había perdido, mi Lisboa, mi sueño pequeñito que no conocía, mi viejecita que cruza la avenida, mis pañuelos rojos del niño Jesús colgados en los balcones de toda la ciudad, mi tranvía, ay mi tranvía amarillito. Caeiro también subió a él, aunque no sé si para trepar al castillo y comprar un souvenir de 2 euros. Y me encuentro en mi Lisboa con mi ancla, el peso que cargo en el cuerpo, en el músculo del corazón que se balancea constantemente para que yo sienta esa ancla, para que pueda sacarla y lanzarme calle abajo, allá en el barrio viejo del castillo, donde los trabajadores hacen huelga y detienen el tiempo, o aquí en Belém donde la cerveza sabe a sal y yo veo el río, el mar, esa masa de agua que no sabe uno qué es ni qué significa.

Aquí en Belém un noticiero del mediodía me explica que esto también es Lisboa, donde hay un accidente de tránsito en una salida de la ciudad, donde no hay agua (¡cómo puede ser!) en un barrio de edificios feos pero lindos porque quedan también en Lisboa y porque la gente que los habita saca su ropa lavada al aire frío del segundo o quinto piso, según donde les toca; y son casas de pobres, pero pienso que tienen ropa limpia, y yo no, y que su ropa está impregnada del sol de Lisboa.

Pasa frente a mí, aquí en Belém, una familia de seres humanos negros. Los he visto a todos en estos días. Conocía Eunice Nepalanga, negra, alta, de un peinado que me gustó mucho. Ella pinta azulejos y los vende en el barrio del Chiado, adonde van los turistas que quieren bohemia de pulpo, vino y fado. Yo iba caminando, montaña arriba desde el centro, para buscar también pulpo, vino y fado, y la encontré a ella. Le compré un azulejo por 10 euros con un tranvía amarillito recién pintado, que apenas se estaba secando. Me dijo que nació en Angola y que desde hace tres años vive en Lisboa. No pregunté por qué ni si vino de una ciudad o de una aldea, sé que su espíritu de artista la trajo. Fue el viento del mar que la aventó desde África hasta aquí para quitarle su ancla. Pinta con los dedos, dedos blancos de mujer negra, sobre azulejos, que se llaman así no porque sean azules sino porque en otro idioma, árabe o latín, no recuerdo, eso o su raíz significan piedra pulida. Lo aprendí en el canal 4 del tour. Eunice tiene una tarjeta de presentación, porque es artista de verdad, y va a exponer a finales de enero, cuando yo le haya dicho adiós a Lisboa. Me gusta escribir la palabra Lisboa – Lisboa – Lisboa – L i s b o a… La ele, la ese y la be que estiro junto a la o para poder llegar a la a; saboreo cada letra al escribirla. Los negros o África están conquistando el Viejo Mundo, son mis navegantes desprotegidos de ultramar, que si están aquí es porque llegaron o en avión o en una patera, barco maldito donde los niños, las mujeres y todos, parecidos a Eunice, se mueren de vómito y de hambre, se ahogan en medio del azul, o pierden su un pedazo de su espíritu para siempre. Los que llegaron ya viajaron, ya son libres, sonríen con la boca blanca, y uno les ve en los ojos que tienen la marca de venir de otro país. Ellos también son mi Lisboa, me caben en el cuerpo como la viejecita que cruza la avenida y como el poeta Caeiro, que sufrió tanto porque inventó el desasosiego como idioma. Y ese idioma yo sí lo entiendo y sé que Eunice también lo entiende, porque es más fácil que el portugués y nadie lo enseña, solo que uno tiene que llevarlo muy adentro. Me inventaré, aunque no suena bonito, el descoloque, el desubique, el estar siempre donde no es, donde uno no pertenece ni sabe quién es. Amo Lisboa y aquí me hallo, estoy, aquí en Belén, sigo viendo el mar, el río largo de la península Ibérica que desemboca en Lisboa, en el Océano Atlántico, para darle la cara a América, allá en otro ultramar.


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