Pájaros
Me detengo en la estación de cambio de tren y espero a oír
el sonido de cables afilados por la electricidad que anuncia la llegada del
siguiente servicio. Puede demorarse. Camino hacia el extremo de la plataforma y
me recuesto en la baranda del balcón para ver los árboles de cerca. Ha llovido
y huele a otra naturaleza: tierra mojada, cemento fresco. La plazoleta de la
estación está tranquila, hay poca gente. Transeúntes de cabezas clavadas en el suelo
la cruzan de forma intermitente siguiendo un camino invisible que pudiera
inventarse demarcado en rayas horizontales y verticales. Un hombre y una mujer,
jóvenes los dos, con apariencia de haber acabado de llegar a la ciudad intentan
triunfar en su negocio, un juego para niños que, me atrevo a imaginar, nunca
pudieron disfrutar. Ella y él, en direcciones opuestas, sostienen con los brazos
pájaros hechos de tela de plástico, coloridos, cuyo mecanismo es mágico. Los
veo impulsarlos de una forma que no comprendo y así les dan vida: vuelan, se
mecen en el aire, giran en círculos y aletean como murciélagos furiosos. Tac-tac-tac-tac,
se les oye cantar. El viento los eleva, a punto están de enredarse en el
letrero de un comercio de sombreros, pero retoman su ruta y aterrizan
suavemente en el piso de ladrillo rojo. El muchacho lo recoge para darle cuerda
y hacerlo volar de nuevo. La muchacha va a buscar el suyo hasta donde no puedo encontrarlo.
Comprendo el artilugio: la cuerda es o debe ser una banda de caucho que al
enrollarse en la armazón de las alas recoge fuerza, aire para los pulmones
falsos de las aves viajeras; y una vez lanzado, cuando al caucho ninguna mano
lo sostiene, se va extendiendo para llevar su energía hasta las alas de
plástico. Yo estoy en la estación, que puede ser el cielo, y desde allí
observo, hacia abajo, volar a las aves y repetir ese dar cuerda, sostenerse
ellas en el aire denso de la mañana y sus dueños recogerlas ya inertes del
suelo que ven fijamente quienes lo caminan. Diez minutos he observado este
negocio fracasado de vender pájaros de alas de plástico. Los jóvenes no han
atinado a un solo cliente. Se esfuerzan por hacer coincidir sus juguetes en el
aire, quieren mostrar maromas y que los pájaros puedan confundirse con un grupo
de palomas recién espantadas. Yo los sigo con atención y anhelo que vendan su
mercancía al primero que sea capaz de levantar el rostro, que ellos puedan
divertirse un poco porque el día anuncia otra lluvia, será largo, y que mi tren
no llegue todavía.
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