Esto no es bonito

Ser periodista no es bonito, o si hay equívoco en ese adjetivo, entonces no es bueno. Uno tiene sed, siente la boca seca, quiere escribir y a veces puede. Uno oye por ahí las historias que le secuestran la mente, el corazón y hasta el hígado. Uno quiere entenderlas y de pronto contarlas. Pero a lo que uno se aferra es a estar ahí, a no dejar pasar el ave ni el viento que ella arrastra. Duele esto. Y se entiende que duela porque es la soledad expandida, una historia que promete compañía y un buen sentimiento. Uno busca, hurga, se sacude los oídos para que las voces entren derechito y hagan nido en la garganta de las manos. Uno espera, contrae sus vísceras, deja de olvidar y al mismo tiempo se le van quedando asuntos sin resolver, personajes que desaparecieron antes de una página, recorridos que nunca tuvieron un mapa, casas de teja de cinc o de barro fuerte que uno no pudo habitar. Sherezade reclama para que uno vaya a auxiliarla, para que uno le diga al oído, sin que el sultán lo sepa, en qué punto debe retomar la palabra, la acción, el desasosiego. Uno sufre por ella, por que la historia alcance. Y se es periodista, en la mañana o al filo de la medianoche, cuando uno no tiene el lápiz en la mano ni la razón dispuesta para estar atento a eso que pasa detrás de la ventana. Uno es periodista porque los datos son flechas que pinchan el alma y las vidas ajenas se vuelven paralelos de un planeta imaginario. Uno quiere escribir, cambiar algo, talar un sueño para sembrar otro, descansar la mirada y guardarla en el bolsillo. Y no es bonito esto ni acaso bueno, ni feliz, aunque lo sea, porque en pocos momentos la lucidez aparece, la epifanía ya no viene al rescate, no se puede, no hay consonantes suficientes. Uno toma aire, se promete que ahora sí, y es que uno no sirve, tampoco, para la jardinería.  


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