De cara al techo

Nunca se imaginó… Eso sonaba tan horrible, tan mal hecho, como cualquier línea de las novelas para adolescentes que su amigo Pablo le insistía en que leyera. Pero en realidad eran las palabras apropiadas para describir lo que sentía: nunca se imaginó… nunca se imaginó que a los treinta años iba a sentirse, o a estar (como la evidencia lo dicte), tan sola. La televisión encendida en un canal de partos y enfermedades raras, la nevera con unos champiñones podridos, negros, que dejaba para botar en el día de sacar la basura y siempre olvidaba, la cama con las sábanas sucias, por telarañas o migas de pan, que no tenía huéspedes de afuera desde hacía casi un año. Y para completar: la impresora sin tinta y el tarro de café, vacío.

Ella se sentía sola y quizás lo estaba, pero ese sentimiento le caía como un baldado de agua caliente, hirviendo, cada domingo por la tarde, tal vez porque se acordaba de los domingos en familia, en la casa de la tía, donde había niños, juegos, una olla de sancocho en el patio, ladridos de perro, mangos maduros que retumbaban en las tejas de plástico; o tal vez porque era el mismo sentimiento abrumador de la adolescencia, que la hacía creer, ver y atragantarse con alguna esperanza, solo que quince años después y con la fuerza de un camión sin frenos.

En esos momentos no hablaba con nadie, no quería ver a nadie. Hubo una época en que cuando los pensamientos malos se le atravesaban recurría a limpiar la casa o a montar en bicicleta. Era una distracción que al menos dejaba algo productivo. Pero el cigarrillo quedó atrás, porque un día no le encontró buen sabor, y las ansiedades por adelgazar o por dejar todo ordenado quedaron en otro plano, tan lejos como ese sabor amaderado del Boston, casi ceniciento, que más que nada le hablaba de él, ese muchacho que se resguardó en las malas, y mejores, intenciones.

Quedaban los libros, quietos, llenos de polvo en el estante. Ellos la esperaban por si en un momento de pasos equivocados quería acariciarlos y jugar a recordar la página exacta en que había interrumpido la historia. Pero no era fácil llegar hasta ellos, a dos metros de la cama, a unas cuartas de mano grande de la ventana. Eso implicaba escoger uno que no la apelmazara más en el abismo de la soledad y tampoco otro que fuera banal, así tonto como los primeros pero sin expresión de nada. Venía a su mente la razón por la que los había dejado inconclusos, casi nunca por tiempo o por pereza, bueno tal vez la pereza en su forma de desidia, de protección, de cáscara mejor dicho. Quedarse ahí, doblar la esquinita de la hoja y esperar un día de mejor semblante, sin lluvia, sin dolor adentro o afuera. Un libro de un escritor feliz tal vez hubiera sido buen compañero. Pero no existe.

Ese nunca se imaginó se le atravesaba entre el pecho y la espalda como el más común de los lugares comunes, y eso lo hacía peor, más insano, menos digno, más simple. Ahí estaba la traducción del sentimiento del domingo por la tarde: ser simple como los demás, no venir de ninguna parte, no querer ir hacia otra, no saber qué hacer, cómo actuar. Para los que tienen la fe o la ambición, hay algo mañana y dentro de un mes. Incluso hasta tienen algo para la vida eterna. No se explicaba cómo llegan a eso. Y ella, con risita de impotencia, ni siquiera podía superar el momento, la hora 17 que no se mueve, que no deja caer la noche ni se aferra a la tarde. La soledad se le convirtió en símbolo de un tiempo, en marcha inútil, en una especie de oxímoron de la certeza.

Se tomó las pastillas que tenía a la mano, porque llevaban mucho tiempo en el cajón y algo había que hacer con ellas. Lo que nunca se imaginó es que al imaginarlo, al tocarlo con su propia piel, ella iba a llegar a su último momento. Ese túnel estúpido del que hablan es una claridad del pensamiento, una especie de revelación que tranquiliza y que en este día a ella la acompaña.

El día sigue igual (la primera línea debe ser consecuente con la última).



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