Reglas que no me importan
Las reglas son reglas, no leyes. Su naturaleza es diferente,
cultural, sin consecuencia jurídica. Las leyes las impone el Estado, las reglas
las imponen los particulares, los privados. El Metro de Medellín creó la regla
de no permitir vendedores ambulantes; de que no haya ventas. Dicen que se trata
de prohibir la circulación de dinero en el Sistema Metro (vagones y estaciones)
y de no incomodar a los pasajeros, peatones que se transforman en objetos
pasivos al pagar con una tarjeta que dice sus nombres y cuya única capacidad a
conservar debe ser la de correrse a un lado y bajarse cuando el destino se los
informe. Si no respiran, mejor.
Pero la circulación de dinero es la misma y la incomodidad
es tan subjetiva como esa potestad de crear una regla para que otros la cumplan.
A mí me incomoda ver un local de Tennis, uno de Totto, uno de Balalaika, uno de
La Pasteur, uno de chucherías, uno de la Casa del Peluquero, uno de una
funeraria-mutual, uno de ventas de cactus, uno del banco que cada mes me saca
más dinero del que le consigno (y me incomoda más no ver nunca un baño dentro
del Metro). Todos esos locales para mí son ventas, y aunque no deambulan por
ahí sí interfieren en mi viaje, ellos me hacen compradora ambulante: los tengo
que ver, se me obliga a pensar que necesito una correa de Vélez o que es
urgente pagar ya por una loción antibacterial. Esos locales están permitidos en
el Metro de Medellín porque pagaron para ser permitidos: la regla, pues, tiene
excepciones si hay dinero de por medio. ¿Y la circulación de billetes? Cada vez
que alguien saca su monedera para pagar un esmalte o un bolso manoslibres, está
mostrando lo que tiene, está antojando al prójimo… Si queremos ver la regla de
ese modo, es posible.
Un músico que tiene música como mercancía es un vendedor,
pero ¿cuál es su moneda de cambio?, ¿por cuánto compró él la música que está revendiendo?,
¿a quién incomodó y qué dinero obligó a circular?, ¿compró aplausos?, ¿obligó
al público, pasajeros de un tren, a sonreír?
El Metro es privado, pero presta un servicio público. Y
tiene soldados de la República, convengamos en que son policías bachilleres, a
su servicio como si fueran sus propios escoltas. Ellos hacen cumplir la regla,
no es la ley, porque para eso los contrataron, no a ellos sino a sus
superiores. La regla, en el mundo privado, también tiene instrumentos para
cercenar, para combatir, para presionar, para hacerse cumplir. Pero yo, que
también soy privada y soy civil, no tengo capacidad ni para imponer mis reglas
ni para hacerlas cumplir. No importa que yo quisiera ver un día a todo el mundo
vestido de verde limón. No importa que yo quiera un día que exista un vagón
para bicicletas, viejitas de peinado con laca y punkeros posmodernos. No
importa que yo quiera exigir que los puestos junto a las puertas sean para
personas mayores, mujeres evidentemente cansadas, estudiantes que leen un libro
o adultos con niños en brazos. No importan mis deseos, mis intenciones o mis necesidades,
si tengo razón o si digo disparates. Me meto en la cabeza que las reglas las
hacen otros, los que tienen más poder, esos a los que les pago por que me
transporten hasta mi “destino” y que terminan imponiéndome las reglas de una
denominada “cultura” que va más allá de los 1.650 pesos que vale el pasaje y
del torniquete mismo del Sistema Metro.
Esa cultura es transitoria, temporal y se gasta como se va
gastando el pasaje cuando uno va de estación en estación. La cultura implica
que “dejar salir es ingresar más rápido”, que “no se puede comer en el sistema”,
que “no está permitido sentarse en el suelo de estaciones y vagones”… Y en fin,
todo eso que se puede recitar de memoria tras un viaje en el Metro (incluyendo
errores idiomáticos que quebrantan las más elementales reglas de la semántica y
la sintaxis).
Pero la regla acaba cuando uno vuelve a pasar el torniquete.
Afuera muchas veces tampoco se puede comer, está prohibido descansar, inclusive
está negado el trabajar, y es posible ser atropellado por una camioneta blanca
o una buseta verde de San Javier en pleno semáforo rojo. Afuera del Metro,
lejos de esa pecera alargada en donde tampoco se permite llorar a los usuarios,
no son las reglas las que se quebrantan, son las leyes las que se incumplen, y
esa es la verdadera cultura a la que pertenecemos, una en donde cumplir los
deberes se vuelve difícil y aprehensivo para los ciudadanos y en donde
cumplirles los derechos a las personas es aún más problemático, complejo e inequitativo,
para las instituciones y el Estado.
Nota: El Metro de Medellín es jurídicamente una empresa pública que pertenece al Municipio de Medellín y al Departamento de Antioquia. Sin embargo, en su forma de constitución como empresa de responsabilidad limitada, en la que varios entes públicos crean una empresa comercial, eso para mí la convierte en una empresa privada, o al menos sin interés público. Es una opinión.
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