Interrumpir el silencio

Si las cuentas no son confusas, tu cuerpo ya completa cinco horas empotrado en un muro de cemento y cal blanca. Alcancé a verte. En la foto que tus amigos alzaban por sobre las cabezas y las motos, tenías puesta una camiseta de Nacional y lucías gafas oscuras, también una gorra de no sé qué color. El brillo del sol en la foto no me dejó fijarme bien en tus rasgos, en tu edad. Supongo tu juventud por la algarabía que te hicieron. Los pitos de las motos se oían desde lejos y poco a poco se fueron acercando. Me asomé y los vecinos del frente miraban calle arriba. A mí la construcción me tapa esa vista. Pero seguí en la ventana porque las bocinas continuaron para anunciar un paso ya cercano. Diez motos, doce motos, algo más, coparon esta última cuadra de la calle San Juan. En el medio del desfile, ¿de la procesión?, un parrillero levantó tu foto, de marco dorado, como que estuviera en la sala de la casa de tu mamá, o tal vez en tu propia habitación, y todos la vimos: los viejitos que juegan ajedrez en las tardes, la señora testigo de Jehová que vive al frente, la dueña del perro que nunca se cansa de ladrar. De este lado de la acera, intenté rezar un Padrenuestro, pero no lo terminé. Seguí mirando a los que pasaban. Después de las motos, un par de automóviles, con más de seis pasajeros cada uno, se unieron al ruido en tu memoria. Tú ibas detrás. El carro mortuorio de la Funeraria San Vicente, blanco, sobrio, iba coronado con ramos de flores amarillas y rojas. Tu nombre cruzaba el vidrio de atrás en una cinta vinotinto, pero mis ojos no pudieron reconocer las letras. La caravana se llenó de más motos, los ocupantes usaban chalecos oscuros, trajes lúgubres. Gente a pie también te acompañó. Mujeres casi niñas eran las plañideras del barrio, todas voluntarias. Dos buses de turismo, repletos, cerraron tu cortejo. Pensé en que quizás ya estabas llegando al cementerio parroquial. Allí subirían tu ataúd por escaleras empinadas, y habría llanto, voces de jóvenes despidiéndote, cantándote; alguno osaría escribir “xsiempre” o “en la buena” sobre tu lápida. Los sonidos de la caravana desaparecieron en esta última cuadra de San Juan. Volví a lo mío, y el silencio retomó su cauce: esta pequeña muerte que son los domingos por la tarde.

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P.d. Por los obituarios del día en la Funeraria San Vicente, creo que tu nombre era Andrés Felipe Londoño Restrepo. 




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