El recuerdo del abuelo

Encima del armario había varias cajas medio cerradas con una cinta que ya no tenía pegante. Las veía desde mi altura de niña de diez años sin intuir qué guardaban. Suponía que contenían objetos de la última mudanza de mis padres, que alguna vez, cuando yo no existía, habían atravesado el país por conveniencia de la empresa de aduanas donde trabajaba mi papá. Pensaba que esas cajas contenían un secreto, o más bien un antiguo olvido, pero qué podían ser, quizás nada interesante, nada para jugar. Esas cosas, lo que sea que hubiera allí, no pertenecían a la vida calurosa de Cúcuta, sino a anécdotas de Ipiales, Nariño, de donde yo solo sabía que hacía mucho frío,  o quizás de mucho antes, de cuando mis padres no tenían niños o no se conocían.

Recuerdo la noche en que mi mamá decidió cambiar los muebles de lugar y empezó a sacar de todo: moldes de zapatos para sus pies de mujer campesina, cerros de papeles viejos y fotos de la finca en blanco y negro; casetes que conservaban la voz dulce y ronca de mi abuela que murió de tanto fumar; un vidrio verde y pesado al que empezamos a llamar rubí; cuadernos de pasta café con mapas de modistería que nunca se habían convertido en slacks o en ropa para salir.

Todo esto era ver a mi mamá sentada en la cama, como un niño que destapa regalos sin fijarse en dónde tira la envoltura. Se emocionaba con cada cosa que encontraba y la ponía a funcionar si ese era el caso. Sus tres hijos estábamos ahí, rodeándola y preguntándole quiénes eran esas personas de las fotos, en qué año habían construido el puente sobre el río, cómo fue la noche en que grabaron a mi abuela cantando tangos, y en dónde había conseguido esa pluma, ese juego viejo, ese rubí, ese par de lentes, esa muñeca de porcelana, ese pequeño estuche de óleos secos.

La historia de mi familia había estado durante toda mi vida encima del armario. Supe de la niñez de mi mamá y mis tíos, que transcurrió corriendo, pescando y cazando en las montañas de Antioquia. Supe de mi abuela, de cómo era su conversación y su amorosa compañía, yo que apenas la recordaba sentada en una mecedora del corredor de la casa. Y entre todos los objetos que aparecieron ese día uno de ellos empezó a pertenecerme, aunque no me dejaron guardarlo para que no lo dañara.

En el fondo de una de las cajas, en un estuche de cuero, estaba el recuerdo de mi abuelo, que había muerto cuatro meses antes de que yo naciera. De él sabía que era artista, porque los cuadros de la casa tenían su firma, y que era pobre, porque sus negocios fracasaban. La muñeca de porcelana, por ejemplo, era parte del inventario nunca vendido de una fábrica de juguetes que fundó en Medellín. A ese abuelo solo me lo imaginaba en blanco y negro y tal vez como una repetición de los tíos mayores: pelo blanco, bigote espeso y cuerpo macizo.


Abrí el estuche de cuero, sabiendo lo que contenía, y el olor a óxido y metal me agujereó la memoria para siempre. La cámara fotográfica de mi abuelo, una Argus Coated Cintar, era mía y era hermosa. Su valor más grande era que con ella el abuelo había tomado todas las fotos de la finca, incluso las de su construcción a principios de los años cuarenta, y las que me contaban cómo había sido mi mamá en su primera edad y cómo había sido el mundo que yo no conocía. 



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