Julio, el perro policía

A Julio le rajaron la lengua con un machete porque a decir de sus vecinos era un insoportable. Su lamento fue un grito casi humano. Escapó adonde nadie pudiera encontrarlo y allí permaneció por cosa de una semana. Unos lo extrañaron como si esa molestia fuera necesaria en medio del sopor de cada tarde. Se largó y regresó, no con la cola entre las patas sino más feroz, con pulmones renovados para ladrar y ladrar a cualquiera que pasara, a toda hora del día.

La culpa era, quizá, de ese nombre de policía viejo y gordo que le habían puesto cuando apenas era un cachorro y más bien parecía un sapo con alas, o un pequeño gremlin de orejas largas. Lo habían dejado abandonado en una cajita junto a sus tres hermanos y a su madre casi muerta. Ahí fue cuando empezó a ladrar sin parar; una alerta inmediata para que los vecinos del CAI San Jorge lo recogieran y adoptaran como galgo comprado. De su camada fue el único que no tuvo dueño pronto, sino que comía y dormía aquí y allá, a la vista de los agentes y de algunas señoras. Le gustaba caminar por el barrio y montarles tropel a los motorizados. A veces daba vueltas por la tienda donde vendían desde carne molida y bandejas de pollo hasta tornillos y lotería. Poco lo querían en esa esquina, pues importunaba a los clientes o intentaba comerse el surtido.

Pero Julio era leal. En el CAI, lo más parecido a su refugio, era buen perro de policía: se subía a la patrulla tan pronto la abrían y ayudaba en los trámites de detención. Morder zapatos y bluyines de los alaracosos ladrones era, más que un pasatiempo, su oficio matutino.

Algunos decían que no le faltaba sino hablar, porque su inteligencia bien podía reflejarse en las decenas de expresiones faciales que le hacían levantar las cejas para mostrarse lastimero y pedir un hueso o bien agachar sus orejas, una más que otra, y hacerse el cómplice de cualquier aventura.

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