Ejercicio

Cuando la vieja costumbre de estornudar día y noche decidió abandonarme, me devolvió el placer de dormir boca arriba.

Esa sensación de flotar con los ojos cerrados en una piscina sin fin apareció otra vez para llevarme a las tardes de calor en las que no tenía mucho qué hacer y prefería ejercitarme en el arte de mirar el techo para contar sus grietas, o en la actividad eterna de seguir las aspas del ventilador para permanecer sin parpadear.

Lo bueno era que sin darme cuenta dejaba de respirar o lo hacía con tan poco aire que me iba mareando hasta sumergirme en una especie de colchón de agua. Nada me interrumpía y hasta podría decir que sí, que estaba durmiendo con plena conciencia de mi propio cuerpo. Soñar despierto, le llaman unos; yo, en cambio, viajaba sin algún alucinógeno y hasta podía detener los pensamientos.

Pequeños círculos aparecían en la membranita transparente que recubre los ojos. Si por un momento volaba hacia el lugar de mis manos, podía controlar las pulsaciones de la sangre en los pulgares. Si llegaba a los pies, veía cómo el talón -rasposo y rosado- no estaba unido a la sábana, por causa de las leyes de la física, sino que entre ambos había nanómetros de distancia. Cada pelo en mi cabeza era uno solo; no formaba parte de un mechón o de todo el cuero cabelludo. La columna vertebral yacía como yace lo que no se mueve y me sostenía todo el esqueleto.

Permanecer en esa posición, con quietud total, constituía una larga jornada, una tarea de autocontrol que necesitaba para volver en mí y afrontar así las nuevas madrugadas.

Cuando los estornudos llegaron para acompañarme, se interpusieron entre el silencio y yo. Eran como cachetadas mal dadas que impedían la concentración. Mi yoga fue reemplazado por el miedo, pánico quizás, a ahogarme con los productos de mi propia congestión. A veces ni boca arriba ni boca abajo, ni de lado, ni de ningún modo, lograba dormir. El radio en emisora mal sintonizada se prendía todo el tiempo y hasta sonaban campanadas religiosas que equivalían a golpes contra el pavimento.

Un día, por obra y gracia de otra ciudad, sin tantos árboles, sin tantas flores, sin dulces montañas, los estornudos se fueron. Algunos meses después de no sentirlos atacándome en las mañanas y en las noches, me percaté de esa paz que venía a saludarme de parte del pasado. Acunarme, cantarme mi propia canción para cerrar los ojos, volver a detener la mirada en los filamentos azulitos de la lámpara de lectura... todo ello una epifanía para celebrar los sentidos.

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