Toská

Hay quienes se dan ánimos a sí mismos cuando están tristes. Comen golosinas, viajan a paraísos sutiles, se unen a sus familias, consiguen una mascota, leen libros de final feliz. Hay quienes por el contrario bucean en aquello que los consume hasta hallar el origen y quedarse igual o peor. Ese acto de pinchar la tristeza consume por dentro pero alivia, aunque no lleve el sentimiento hacia su opuesto. Es, puede ser, una conducta autodestructiva, una tortura tomada como emprendimiento personal nada más realizada con el propósito de saber qué más hay en el ser humano, hasta dónde va su mente o qué produce.

La sombra proyectada se engrandece a medida que la luz se aleja, y la silueta se desdibuja, se va perdiendo junto a todo lo que ya se ha perdido. No es más que un sentimiento diseccionado, escudriñado, palpado en sus texturas planas y rugosas, exacerbado, llevado al límite de sí mismo. Es un procedimiento peligroso, capaz de lo incapaz, que en muy pocas almas tiene buenos resultados. Se trata de llevar a análisis extremos lo que no existe para ser analizado: la emoción, el pathos que fue creado por la compleja red neuronal para ser llevado de adentro hacia afuera, de piel a corazón, y viceversa, hasta extinguirse, modificarse o convertirse en dueño de casa.

Si se trata de la tristeza o de la hondura de las cosas que no resisten argamasa, pincharla consiste en aislar la mente, lo que implica al cuerpo, y dejarse adormecer por cierto silencio. Consiste también en buscar aliciente en lo que no es aliciente… Una lectura, por ejemplo, no apta para débiles ni para expertos regurgitadores de sí mismos.

Las ilusiones perdidas, de Balzac, no serían un buen título para enfrentar la temporada de cielos grises. ¿Pero por qué no leerlo…? ¿Qué más puede empeorar? Externamente, nada. Internamente, nada. Si no hay nada, ¿por qué no? Habrá acaso un personaje, dos, diez, los que sean, que lleven a pensar en la propia vida, en las derrotas naturales, en la incapacidad de encajar en una época, en la pérdida anticipada de los ideales, en los amores inasibles por causa propia o ajena, en las injusticias de los humanes circundantes, en fin, en aquello que debilita la existencia y la hace cada vez menos llevadera.

Se puede buscar también algún título de los más vendidos del año que terminó y tratar de digerirlo. La ciudad solitaria, de una tal Olivia Laing, promete soledades antes no exploradas y argumentos para sentimientos que sin racionalidad no tendrían consecuencias. Ahí es, por artificio, hallar lo bueno en lo malo, el consuelo en el problema, la justificación para la operación directa de pinchar la tristeza eternamente confundida con la soledad.

El cine, estímulo del siglo xx, tiene también tarea en horadar el cerebro, sea con películas de amores bobalicones o con biografías que parecen valer la pena nada más a costa de las tragedias. Las series, estas vertidas en la caja mágica del xxi, dirán o no dirán, pero servirán para que el día se haga noche, y para que la noche amanezca de repente sin noticia del sol tras la persiana.

La mente juega un rato a regodearse en lo que ya sabe cómo es y le hace temer. El juego puede ser costoso, porque implica desfilar por el abismo imponiendo grados de dificultad como hacerlo con los ojos vendados o en saltos de patasola o nivelando una balanza de tierra mojada.


Pero quién sabe, también se le puede ganar o al menos quedar en tablas. La teoría es que haya resultado o cierta medida de alivio. Que se pueda convivir con esa sombra, achiquitándola con acercarse a la luz, y caminando junto a ella hasta donde sea posible. Puede suceder que de allí surja algo, imperceptible o no para los otros, un reacomodamiento de fichas en el mundo de lo propio que puede derivar en un acto creativo, en una interpretación de la unidad tiempo-espacio en la que se vive y que, esa sí, sea auténtico consuelo. 


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