Un adiós a Jasper Gwyn

Esta noche terminé de leer una novela. Mr Gwyn de Alessandro Baricco. Hubiera querido llamar al protagonista por teléfono, como Holden Caulfield, pero no sé para decirle qué. La historia es compleja y no vale la pena que yo se las cuente, porque puedo dañar la sorpresa o el impacto de saber cómo la trama se va resolviendo. Diré que trata de un escritor que decide no volver a escribir. Diré que el escritor, el señor Jasper Gwyn, se inventa una forma de vida después de esa decisión.

Pero me sucede que sí quiero dañar la sorpresa, me contengo, que sí quiero decirles página a página qué más pasa con el escritor, hacia dónde lo llevan sus propias complicaciones y qué tipo de personas y bellos rituales empieza a imponerse en su nueva vida. Hay belleza, algunas líneas son sospechosas de perfección, y los finales de los capítulos, capitulitos de una o dos cuartillas, son puntillazos, cierres inteligentes que en algún momento me parecieron como una burbuja de jabón que está a punto de explotar según la orden del autor.

Tampoco voy a transcribir esos pedazos aquí, porque el libro a esta hora es un ser durmiente y exhausto en mi mesa de noche. Temo tocarlo y mucho más abrirlo en una página al azar. Hay que permitir su descanso, que camine luego a mi biblioteca o vaya a las manos de alguien que acaso muestre un poco de curiosidad.

Desde que el autor pelea con su agente literario y único amigo, Tom, supe que me iba a pesar no haber tomado el lápiz para subrayar algunos pasajes. Es que no tengo buen pulso, subrayo con líneas torcidas y, para colmo, pongo corazoncitos en frases y luego tengo que burlarme de mí.

La cosa es que a estas alturas del año, cuando el trabajo hecho se equipara al trabajo por hacer, considero un logro terminar cualquier libro, y una batalla ganada, si es una novela o un volumen de cuentos. Casi podría gritar, como se canta un gol, al llegar a la última página.

Y esta vez el sentimiento de desgarre, de alegría momentánea, de pequeño triunfo, de ir dejando atrás a un personaje, de despedida —porque esa gente de papel es como si se fuera muriendo—, me recordó la conversación de hace ocho días en las llegadas nacionales del aeropuerto de Bogotá. Un amigo y yo aguardábamos la llegada de un vuelo procedente de Medellín, y mientras estábamos ahí viendo pasar gente, él dijo que nunca le había tocado que un ser querido lo recibiera en un aeropuerto. Eso de los cartelitos con el nombre era tal vez un aliciente, porque de todos modos habría alguien a quien saludar; pero no bastaría para llegar a sentir que sí, que alguien te espera. Yo me quedé pensando en que era peor el momento posterior: ese de encontrar las llaves en el bolsillo más olvidado de la maleta, abrir la puerta de la casa con la dificultad de equilibrar un morral pesado y encontrar únicamente silencio y aire caliente. Mi amigo y yo seguimos conversando de eso, de cuando no hay nadie, de llegar y solo saberlo por la cantidad de ropa sucia. Después, pasamos a cualquier otro tema.

Pero recordé esa conversación esta noche porque me sentí igual al terminar Mr Gwyn: nadie me esperaba en el aeropuerto, no había a quién contarle sobre la decisión de Jasper o sobre mi deseo de algún día tener un estudio con piso de madera y donde suene un loop musical de 62 horas ininterrumpidas. Y como era viernes, pensé en los días del club de lectura John Reed, cuando repetíamos mentalmente una simple frase: “¿Para qué hablar si no hay un amigo que lo escuche a uno?”.

(Mañana despertaré el volumen de El ruido y la furia, de William Faulkner.) 


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