Esa ilusión

No sé en qué momento empieza el viaje: si es cuando das comprar en la página de tiquetes, si es cuando decides empacar y empiezas a despedirte de la gente que no verás por algunos días, si es cuando buscas en google qué lugares conocer y cómo llegar desde el aeropuerto hasta tu hogar de paso, o si es cuando recuerdas que alguna vez imaginaste ese lugar al que vas y, ahí sí, sin darte mucha cuenta, te salta el corazón con cierta emoción por el viaje.

El viaje empieza a llamarse viaje, ya no es más una resolución de asuntos prácticos, como dejar la casa con doble llave y cerrar el paso del gas. El viaje crea cierta ilusión: piensas en el idioma que hablan allí, en cómo olerán las calles, si el viento refrescará, si podrás comer alguna especialidad sin que te haga daño, qué sabor tendrá la cerveza más humilde del barrio que te acoja. Y es todo eso una suerte de espejismo, de oasis en el desierto que es abril, porque el viaje te cambia la mente, como si activara un comando especial en el cerebro para olvidar apenas (o reservar en una cajita de madera) aquello que puede agobiar, aquello que no se ha podido resolver.

El comando, la orden nueva, es esponjar cada sentido para que nada sea en vano: ni la comida ni el idioma ni el viento ni la vista al mar. Eso debe horadar un poco para alivianar luego, en el lejano regreso, lo que ha quedado guardado en la cajita de madera.

Viajar, andar, ampollarse los pies por estamparlos incansablemente sobre piedritas negras y blancas que de seguro te hablarán de otros días, de otros recuerdos, de esa Lisboa que vive en ultramar.

Verlo todo, mirarlo con atención, querer conservarlo como una cinta en la que escucharas la voz de la abuela, estar allí, pensar solamente que ese instante con sus días y sus noches es la vida que has inventado, la que te salió al paso cuando ibas de prisa hacia otro lado. Pero calma, porque es un viaje, un punto intermedio del trayecto; habrá regreso y cierta nostalgia, esta vez saudade, porque todo quedó atrás: lo que atrapaste te acompañará en nuevos andares, y lo que no, nunca sabrás de su existencia, te dará tregua.

Y así es esto del viaje... Una espera, un anhelo de contemplación, una leña fina y olorosa que, en mi caso, alimenta el fuego que, me han dicho, nunca se puede dejar apagar.


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