¿Qué estás pensando?

Facebook me desilusiona cada tanto. Bueno, también lo hacen los medios de comunicación, las pantallas, los aparatos súper inteligentes, los desarrollos parlantes que elegimos para hacernos compañía. Cuando no es una noticia interminable sobre un hecho doloroso, es lo insulso que se dice, la repetición bobalicona de estampas geniales, las fotos desenfocadas, las mentes echadas a perder en la mala ortografía o en la foto con la nueva silicona, y todo eso, que ya no es nada nuevo, que harta y harta, que te sigue diciendo que es hora de marcharte de ahí. Pero pienso en marcharme de ahí, de las redes de la felicidad, y me abruma la idea de la soledad también cibernética, de no tener con qué llenar horas y horas de infinita divagación e infinita pereza, de quizás perderme el grano bien escogido o el apunte que cambiará mi manera de afrontar el domingo por la tarde.

Internet ha multiplicado nuestra tragedia en todos los muros posibles y nos ha llevado a crear una cortina de falsos sentimientos que se va rasgando en la medida del transcurrir del tiempo, o sea cuando ya llega una nueva y abrumadora sensación de impotencia o de desconsuelo. No pudimos hacer nada para detener la caída del avión, para revivir a esos muchachos futbolistas; tampoco nos fue posible matar con cortaúñas al asesino de Yuliana Samboní; menos podremos llorar a los gritos por Alepo y esa evacuación que no terminamos de comprender como una soga apretada o como un chaleco salvavidas. Y todo el día estamos pensando en eso que pasó allí, allá, menos aquí afuerita, en la puerta de la casa, donde ya ni siquiera sabemos qué es lo que pasa. Pero se siente mal en el recorrido de la sangre el conocer y amplificar este mundo horrible en el que vivimos. Y me harto, nos hartamos, cada mañana de confirmar lo trágico y merodear por la misma impotencia.

Pero la red, muy social, reemplaza el sentimiento sobre uno mismo. Dice que de la pantalla para allá se puede experimentar lo mejor y lo peor del ser humano, pero de la pantalla para acá solo la felicidad es posible, la alegría de las fotos, la conciencia social vertida en el desgarro, las causas eternas por las que sí hay que luchar. Y a qué horas uno respira, uno sale a caminar desprovisto de tecnología, uno se aleja del comentario gracioso de la mañana, uno deja de concentrarse en el otro que está en línea y no te habla; a qué horas uno se recupera a uno mismo para mermar las ansiedades y recuperar el tiempo, o al menos verlo pasar más lentamente, sin que te arrastre, haciendo que algo te quede entre las manos y no apenas esos timelines que ya no te dicen nada.

No estoy contra Facebook o Twitter, porque me han divertido y he sido parte de ellos por mucho tiempo. Quizás ha sido demasiado tiempo. Tiempo efímero de esta mañana, de ahora mismo, y desde hace unos ocho años. Me pregunto cuántos libros más hubiera podido leer en los interminables días de no salir de la pantalla, o cuántos post se hubieran convertido en alguna ficción de papel, en textos más estructurados que solo pensamientos dichos al fragor de la nada. No sé. Poco de eso viene ahora al caso.

Pero sí me harto de las redes sociales por las mismas razones por las que me harto de mí, porque no me encuentro ahí, no me hallo, le pierdo la gracia a esta máquina simuladora de humanidad.


Comentarios

Entradas populares