Montañas y pájaros

Esa mañana el cielo estuvo azul, azul intenso. Me acordé de las primeras líneas de María, pero no eran una mañana sino una tarde —tardes como las de mi país—, engalanada con nubes de color violeta… Pero esa mañana no había ni una nube y los árboles de la alta montaña se veían dibujados uno por uno en el filo. Uno podía quedarse horas, o largos minutos, pensando qué seguía tras esa montaña, cómo se vería la luz allí, si habría lagos, animales imposibles y frutas caídas por doquier. El mundo podría comenzar allí. Yo pensaba en un tendido de guayabas y en ramas caprichosas sobre las que se podría trepar y jugar y pasar de un árbol a otro. Y mientras miraba el filo de la montaña, ya sabía que seguía un paisaje parecido al de este lado: algunas fincas desvencijadas, cercos de madera y púas, árboles sin frutos y quizás florecidos por la falsa primavera, poca gente y caminos rojizos aruñando la siguiente montaña.

Desde el corredor se me perdían la vista y la mente en figuras definidas de la naturaleza, pero no podía ensamblarlas en un único paisaje. Una castración de la ficción, sería, o dicho de otra forma, una deuda con la realidad, pues aunque había querido hacerlo, nunca había cumplido con la intención de caminar hasta el filo de la montaña para ver el otro lado, lo que hay más allá, ese comienzo de lo ignoto. Un vallecito alto, una quebrada, una postal bucólica de Santo Domingo o de Alejandría. Intenté ver eso desde una avioneta de ADA, pero no es lo mismo.

Volví al paisaje más cercano y descubrí el canto de muchos pájaros. A las diez de la mañana estaban dando su concierto de todos los días. O sea, no se trataba de una novedad. Pero para mí, los pájaros podían acallar el sonido de las voces humanas, de los alegatos ajenos, de las formas imperativas que siempre surgen cuando hay niños cerca o cuando el desayuno está listo en la cocina. Los pájaros, invisibles a mis ojos, llenaban el azul del cielo despejado y yo quería saber a cuál pertenecía cada silbo y si lo agudo o grave de sus notas tenía alguna relación con el color de las plumas o con el tamaño del pico, o con que fuera un lamento, por lo que pueda llorar un pájaro, o un grito de alegría, como si ese animal chiquitico tuviera algún tipo de sentimientos y su sonido fuera mucho más que un ruido bien acompasado proveniente de su evolución y necesario para conseguir alimento, alejar a otros congéneres del árbol preferido, despistar al enemigo o buscar la reproducción continua de la especie.

En la observación de las montañas, se me antojó que el dilema era de lo real y lo imaginario, lo que existe fácticamente tras ellas y lo que podría yo ver si un día cumpliera con el deseo de caminar cuesta arriba y pararme en el último árbol dibujado que cuento desde este corredor hasta divisar la que sea la nueva lejanía, para descubrir que el paisaje es continuo, que nada cambia, que ya sé por las películas y la lógica que es mejor no comprobar una imagen bonita, de las que uno se ha inventado, porque va a perder eso de la nada y apenas se va a quedar con lo real, con las migas de la real.

Y en el escuchar los pájaros, el dilema, quizás entre lo posible y lo científico, está resuelto por la ignorancia, porque ahí sí vale más creer que los pájaros cantan porque sienten, porque también saben que el cielo está ahora más azul que nunca, y no empezar a desenredar la madeja de la ciencia que uno tampoco comprende y señalar que el sinsonte o el cucarachero, o el chouí, o el mirlo, o el toche, o el azulejo, no me consta quién aunque ellos tampoco saben cuál es su nombre asignado, cantan de cierta forma porque su organismo lo exige o porque a los cerebros diminutos les llegan señales externas que los obligan a hacer música como la hacen, y uno como humano ahí, oyéndolos con notas que cree felices, melancólicas o extáticas, sin descifrar nada.


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