Miedo y asco en Medellín

Medellín es una herida crónica en mi piel. Una herida que a veces sana, no duele, no sé si la tengo, llega a ser cicatriz. Esa herida otras veces se encona, sangra, le sale pus, se pone negra, se hincha, me arde, me duele, me martiriza, se gangrena, me infecta.

Por estos días, la herida está abierta. Llegué de un viaje largo por otras ciudades y sentí que Medellín se me rompió de nuevo. Pensé que no sucedería, porque sus montañas desde el avión se veían más hermosas que nunca. Al entrar a la ciudad un tráfico terrible me recibió y un vaho caliente brotaba del asfalto. No le di importancia y me sentí contenta de estar de nuevo en casa.

Al día siguiente, la herida se desgarró. Fue el primer día para temerle a Medellín. Tuve que ir a urgencias a acompañar a mi papá que se había caído en la calle. Fuimos a la IPS Universitaria, clínica León XIII, y nos fue mal. Una voz mecánica avisaba por altavoces que si la urgencia no era de vida o muerte, las personas debían retirarse, pues la espera para ser atendidos podía ser de más de seis horas. Qué violento mensaje para ser dicho por una máquina. La sala de espera estaba atestada y todo el mundo hablaba en voz alta y por celular, no había ventiladores, el portero hacía la primera derivación médica: tomar el ficho. Media hora después, un enfermero que nunca miró a los ojos al paciente, mi papá, anotó palabras inverosímiles en una orden y nos dijo que nos fuéramos para otra clínica, una de Bello. Eso hicimos. De nuevo el infierno: tráfico insoportable, calor que brota del pavimento. Mi herida, mi Medellín, seguía enconada, roja, me dolía.

En Bello nos fue bien: el médico y todo el personal de la Clínica de Antioquia fueron amables, la sala de espera tenía aire acondicionado y la gente sabía que estaba en una sala de espera con gente adolorida, había silencio. Sentí un poco de alivio. Al salir, dos taxis se negaron a llevarnos de regreso a Medellín, al barrio San Javier. Una patada más. Esa noche traté de descansar, de dormir bien, de no pensar mucho en nada. El calor no pertenecía a esta ciudad.

Al día siguiente, mi herida había reposado y yo no pensaba en ella. Bastó con salir a las 9 a.m. para recordar los problemas de siempre: los carros y las motos que no respetan a nadie junto a la estación San Javier. Esta vez no me indigné por eso, pero sí porque en la estación había seis policías parados ahí, como si nada, siendo parte del paisaje, y mientras tanto a tres metros de ellos se estaban incumpliendo todas las normas de convivencia, que se llaman respetar un semáforo o darle la prioridad a un peatón cuando pisa una cebra. Seguí mi camino hacia la Universidad de Antioquia, el lugar donde mi herida suele curarse.

El sábado no quise salir de la casa. Supongo que necesito hallarme en este lugar de todos los días.
Y hoy sí salí. Fui a la ciclovía y, aunque volví a darme cuenta de que ni los ciclistas saben cuál es la diferencia entre andar por la izquierda y andar por la derecha, me relajé un buen rato. En la tarde, Sunday-blue-afternoon, decidí ir a cine a ver “The room”, que me la habían recomendado. Por economía elegí ir al Colombo Americano y no a Oviedo. Economía no de la boleta (aunque también) sino del posible regreso en taxi. Me fui en metro y me bajé en Parque Berrío. Mi herida se ulceró por completo en el trayecto de siete cuadras: el centro de Medellín.

¿Era tan horrible el centro antes de mi viaje? ¿Sería porque era domingo? Suciedad, olor a orines, música a todo volumen en la calle, un revolcadero por donde se mirara, hombres y mujeres con rostros que parecían o de malvados o de desdichados. El parque, La Playa, El Palo… Me fui quedando sin aire y caminé a mil pasos por minuto porque necesitaba huir, necesitaba evitar desangrarme por la misma herida.

¿Qué le pasó al centro de Medellín? ¿Dónde quedó la dignidad de sus edificios y de sus transeúntes? ¿Hubo alguna vez instituciones que velaban por mantenerlo en cierto orden? ¿Quedó del todo a merced de las mafias miserables de la droga, el juego y la prostitución? Mientras iba por La Playa, a la altura de La Bastilla, conté a ocho hombres dormidos en la acera, se confundían con la mugre de una calle principal que parecía no haber sido barrida en semanas. Todo era tétrico, doloroso, deprimente.

Llegué al Palo con Maracaibo mareada y con asco de todo lo que acababa de ver. Vi la película y la trama me asustó un poco, por eso no tomé un taxi: la única opción era volver en el metro, y eso implicaba hacer el mismo recorrido. Lo hice. Volví a sufrir lo mismo y al nudo en el estómago se le sumó un temblor en mis manos. Respiré hondo y el aire fue demasiado. Di gracias al cielo cuando entré al vagón, pero el alivio me duró hasta llegar a la estación San Antonio: más de diez policías bajaron corriendo las escaleras que conducen de la línea B a la A y se montaron a otro vagón. Yo quedé paralizada en medio de la plataforma, porque no sabía lo que estaba pasando. Domingo, 8 de la noche, lo adiviné: salida de un partido de fútbol. Subí un piso para cambiar de tren y me tardé todo el trayecto, siete estaciones, en recomponerme.

Caminé hasta la casa a la misma velocidad que lo hice en el centro, porque tampoco me sentía segura. En el barrio el paisaje es distinto, pero tiene su grado de desesperanza y horror: nadie respeta a nadie, los locales hacen guerra de volumen con músicas distintas, cada día hay más puestos de chorizos asados atravesados en las aceras y en mi cuadra se dañó la lámpara del alumbrado público.

Esta herida abierta que es Medellín hoy no me sana. Me está palpitando de dolor y de impresiones desagradables. No me puedo amputar el pedazo de alma donde ella está, pero lo haría si pudiera. 

Vamos a ver si en estos días todo mejora o si termino encontrando la forma de volverme inmune a aquello que no la deja formar una costra. 

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