9:23 a.m. Jueves
Cuando iba llegando al metro decidí cambiar de ruta e irme
en bus. Me tocaría caminar unas cuadras de más pero necesitaba aire frío en mi
cara. El plan: sentarme junto a la ventana y mantenerla abierta. Dos frenazos
casi me expulsan antes de pasar la registradora. Pagué los mil setecientos con
monedas que alcancé a separar después de cambiar de rumbo. Al conductor ni lo
vi. Llegué a la ventana y no pude abrirla. Estaba sellada. Era eso o sentarme
junto al viejo con carraspera de tuberculoso. Pasamos el semáforo en rojo y renegué
durante una cuadra. La música a buen volumen era un reggaeton horrible, como
todos los reggaetones. Al pasar la biblioteca del barrio un carro de policía
nos cerró. Los pasajeros nos miramos y juro que alguno hasta se agachó como si hubiera
una balacera. No me fijé en los policías que se subieron por la de atrás,
porque lo único que tenía entre ceja y ceja era esas dos pistolas que sostenían
en alto como apuntándonos a todos. Se me heló el estómago y nunca he sufrido de gastritis. Requisaron ahí mismo a tres muchachos que iban en la banca de los músicos. Unos veinte o veintidós les calculé.
Hasta parecían hermanos: aretico, pelo rapado, morenos y acuerpados;
futbolistas sin equipo. No dijeron ni una palabra. Se dejaron manosear, les
revisaron todos los bolsillos, entregaron papeles, se bajaron cuando les dieron
la orden y uno de ellos, que no llevaba la cédula, se peinó para una foto que
otro policía tomó con su celular. Los pasajeros nos reímos. Yo me aferré a mi
morral. Para robarnos la atención de ese momento, una moto se chocó contra una
camioneta. Nada de sangre ni de insultos, no oí ni groserías, porque el de la
moto se levantó del suelo y huyó. Siempre le dejó una raya negra a la pintura
blanca. La señora que iba delante de mí me miró y dijo: “Por ir de familia
miranda”. Le sonreí porque no quería parecer malagente. Luego me preguntó la
hora y entendí que llevábamos quince minutos esperando a los requisados. Un
policía le preguntó al chofer que si conocía a los muchachos, y él dijo que sí,
que el de bermudas azules vivía en su casa y que los otros dos eran del
barrio. Ah, y que ellos le iban a ayudar con una vuelta en el centro. El
policía no preguntó más. A mí me hubiera gustado saber cuál era la vuelta. Algo
hablaron ahí afuera y ellos por fin volvieron a su banca de los músicos.
Arrancamos como alma que va de afán para llegar al control. El reggaetón no me
dejó oír lo que se contaron los muchachos. Me quedé en que buscaban “a otros
manes, unas neas”. Sin darme cuenta me sumergí en los semáforos en rojo y en
las bestialidades del viaje en bus. Todo normal pero un poco peor. Vi dos asquerosas
armas, un choque me sacó de la posible captura, caminé cinco cuadras de más,
renegué lo mismo de siempre y no pude saber en dónde se bajarían ellos. Harta
falta que me hizo el viento frío en la cara.
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