Piedras contra nada
Debería escribir de política. Como una terapia. No para que
algo cambie, sí para que yo me calme. Dejaría de gritar por ahí, de insultar a
choferes de bus que nunca han respetado a sus pasajeros. Porque eso también es
política. Y lo escribiría. Me referiría a la sociedad como quien habla de dios,
y lanzaría improperios en argumentos sueltos, desconectados unos de otros,
inconducentes, interminables. Sería un ejercicio ciudadano, una voz para clamar
en el desierto. Pero hay otro riesgo. Miedo, no. Cansancio, no. Tampoco dolor
de desilusionarme. Renunciar a lo demás, quizás. Dejar la palabra por la
palabra para convertirme en renegadora profesional, si es que ya no lo soy. Una
puñalada menor a la literatura, esa que tampoco encuentro desde hace días, pero
que extraño y espero su regreso. Jugaríamos a la risa fingida. El lápiz se
ensuciaría, y la terapia sería un mal remedio. Atacar al otro, empezar por ahí,
sacudir la casa, funcionaría para vaciar la mente, para firmar y sellar una
posición, para negar que avalo esta hostilidad, para sustraerme del mundo que
otros han propuesto, para creer que el aire es diferente, para imaginar el
mundo posible de otros foros, para alivianar las esperanzas. Y a la vez, no lo
dudo, mi mano de escribir se entumecería; sería la forma de dejar de lado un
primer anhelo para ingresar en otro: ambos truncos, inválidos, generadores de carcajadas.
Pero, hay una cosa más: tampoco es que escriba, tampoco es que diga algo que
valga la pena, o que vaya a decirlo. No tengan fe. Abrir con azadón una brecha,
olvidarla, recordarla a veces, abonarla un poco, ponerle flores para poder
pisotearlas, irse un tiempo, volver ahí, tomar la herramienta y así no más, sin
avisar con alaridos, empezar otra brecha. Para hacer lo mismo. Nada me habita.
Ni el amor, ni la literatura, ni la política. Ni siquiera tu voz en mi
garganta.
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