Los espejos

Hasta hace poco no tenía la costumbre de mirarme en los espejos. Los evitaba, reprimiendo quizás el atisbo de la vanidad, quizás el hallazgo de múltiples defectos. Ahora vivo en un lugar con dos espejos grandes, que si uno se para a la distancia adecuada alcanza a verse de las rodillas a la cabeza y termina asemejándose a personajes de cuadros renacentistas. También noto que si no uso las gafas delante del espejo me veo mejor, no me avergüenzo ante mí misma y, lo confieso, hay momentos en los que aprecio cierta forma de belleza.

El espejo, creo, es un mueble especial de la casa, porque uno lo va domesticando, como se hace con los programas de reconocimiento de voz o de corrección de ortografía. El reflejo es un inquilino de la casa que paulatinamente pasa de ser un desconocido, acaso un transeúnte, a ser un amigo íntimo, el habitante de uno mismo.

Puede decirse que uno se va acostumbrando a mirarse y un día impensado empieza a hallarse un poco, a darse cuenta de cada cana, de cada hendidura en la piel, de los colores que transcurren entre el rostro y el bajo vientre, de los desbalances de la simetría, de los vellos espontáneos en el entrecejo. ¿Cómo puede confundirse esa conciencia del cuerpo con vanidad? ¿Por qué hay culpa en la sorpresa de quien sea uno mismo?...

Y de la mirada silenciosa en el espejo surgen también los recuerdos, los ánimos profundos, las pequeñas trascendencias de la mañana o del momento aquel antes de que el mundo se echa a andar. Es ese un punto detenido del día que no existe para nadie más, carece de tiempo y de espacio. Solo están allí el espejo —artificio de la mente— y la pared de baldosín blanco, perfectamente cuadriculado. Al salir de la ducha de agua tibia, el vapor simula un clima de amanecer en la selva. La silueta que comienza a dibujarse en el espejo es la de un animal desnudo, una humanidad sin posibilidad de retoques, un todo al descubierto, fragilidad contenida siempre a punto de desgarrarse, pestañas y cabellos mojados, los ojos brillantes siendo ellos espejo de sí mismos. Ese encuentro es una máquina de pasados, al parecer desanclada del presente. Ahí la mente corre, se estrella en visiones circunscritas a otros paisajes, regresa a momentos que se creían olvidados, fabrica diálogos imposibles y reclama celeridad para volver al ahora: al día que espera el momento del desasosiego.

Esta semana, cuando ya estaba lista para salir a enfrentar el mundo, el espejo me regaló cinco segundos de infancia. Me había hecho una trenza, tenía puestos el collar y los aretes, y me acomodaba los puños y el cuello de la blusa blanca para que sobresalieran de cierta manera del saco azul que había elegido para enfrentar la llovizna de la mañana. De pronto me sentí linda, organizada, y sonreí: quise que mi papá y mi mamá estuvieran junto a la puerta para decirme “estás muy bonita” y darme la bendición antes de ir a trabajar.

Y viajé hasta mis seis o siete años, cuando Emilio o la Cucha, o los dos, me hacían posar para una foto antes de llevarme al colegio: con el uniforme limpio, tal vez nuevo, los zapatos negros embetunados y brillantes, las medias bien puestas, el cabello bien arreglado, la lonchera en la mano y la maleta rosada de Pequeño Pony dispuesta a un lado. Debía pararme derechita, sonreír y esperar la foto. El escenario era el frente de la casa, al pie de un frondoso laurel o del Ford Corcel gris plata que hacía juego con el cielo aún oscuro de antes del amanecer.

El espejo me trajo esa foto. Y esa foto me acompañó el resto del día. ¿Qué diría el primer hombre que se halló en su reflejo?


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